ATENAS 403. UNA HISTORIA CORAL – Vincent Azoulay y Paulin Ismard

“Esta es la tumba de hombres de valor que, durante un tiempo, contuvieron la desmesura del maldito pueblo de los atenienses”.
Epitafio grabado en la estela funeraria de Critias.

A finales del siglo V a.C. la ciudad de Atenas vivió tiempos convulsos. Casi todo el siglo lo fue, en realidad. En el 404 a.C. por fin terminó la interminable guerra contra Esparta y sus aliados, guerra gestionada de manera terrible por los atenienses desde la muerte de su líder Pericles en los inicios del conflicto. La derrota moral (humillación pública ante todos los griegos, muchos de los cuales pidieron que la ciudad fuera arrasada y borrada del mapa) y material (demolición de los Muros Largos, eliminación de la flota, hambruna, miseria) auguraba un futuro nefasto. Sin embargo, no fueron esos los peores males que hubo de afrontar Atenas. El mal que destruyó la ciudad no vino de Esparta ni de ningún otro lugar del exterior: nació en el seno de la sociedad ateniense. Se trató de otra guerra, una de hermanos contra hermanos, vecinos contra vecinos, atenienses contra atenienses. Una guerra civil que se venía gestando desde hacía décadas.

El libro Atenas 403. Una historia coral, escrito a cuatro manos por los franceses Vincent Azoulay y Paulin Ismard, viene a ofrecer un enfoque novedoso y diferente de la situación social interna en la derrotada ciudad de Atenas en el año que siguió al final de la guerra del Peloponeso, un año que estaba llamado a ser el inicio de una nueva etapa para los atenienses. Conviene sin embargo viajar un poco hacia el pasado, para comprender y contextualizar lo que las páginas de Atenas 403 presentan al lector. La historia de Atenas en el siglo V a.C. es una historia política. La centuria se inauguró con el advenimiento del nuevo sistema de gobierno que en cierto modo anunció Solón casi 100 años atrás, y que Clístenes acabó de (o comenzó a) dar forma. Ese régimen concedía el poder legislativo, ejecutivo y judicial, por emplear la tríada moderna de división de poderes, al pueblo ateniense. Las leyes las proponían y votaban los ciudadanos reunidos en asamblea; el rumbo de la ciudad, tanto en lo que respecta (y de nuevo usando terminología moderna) a política interior como a relaciones exteriores, lo determinaban los ciudadanos; los tribunales de justicia, jueces y jurados, estaban constituidos por ciudadanos. De modo que el concepto clave en el nuevo sistema político, el cual con el tiempo y quizá despectivamente (así lo afirman por ejemplo Luciano Canfora en El mundo de Atenas o Laura Sancho en ¿Una democracia perfecta?), se dio en llamar demokratía, era el de ciudadanía. El concepto evolucionó en función de las necesidades y los líderes políticos; el año 451 a.C., un decreto propuesto por Pericles y votado por los atenienses, establecía que era ciudadano de Atenas aquel que había nacido de padre y madre atenienses. Pero no todos estaban de acuerdo con tal definición. No todos comulgaban con el sistema político que la amparaba. No todos confiaban en la llamada democracia.

Quienes recelaron (en un primer momento), criticaron (más adelante) y se opusieron (en los últimos lustros del siglo V a.C.) a la democracia eran los partidarios de la pátrios politeía, de la “constitución de los padres”, concepto este algo voluble pero que, para los opositores al régimen, consistía en la recuperación del modo de vida previo a las veleidades democráticas: un gobierno en manos de los clanes familiares aristócratas, los eupátridas. Una oligarquía que tomara las decisiones en virtud de su mejor preparación, su riqueza y su derecho, por una simple cuestión de nacimiento, a mandar y gobernar. ¿Dónde se había visto que el gobierno de una ciudad recayera en manos de la plebe, un puñado de hombres incultos, inconstantes e incapaces? Este clima de malestar no amainó con el estallido de la guerra del Peloponeso en el 431 a.C. Y el conflicto bélico se convirtió en toda una prueba de fuego para la democracia ateniense. No se le dio nada bien. La asamblea de ciudadanos, dejándose llevar por líderes y oradores oportunistas y sin escrúpulos (Cleón, Alcibíades), tomó malas decisiones en múltiples ocasiones (el castigo a Mitilene en el 426 a.C., por ejemplo, o la expedición a Sicilia en el 415 a.C.) y acordó cometer crueldades difícilmente justificables incluso en tiempo de guerra (como las matanzas de Escione en el 421 a.C. o la de Melos en el 416 a.C.). La incompetencia manifiesta del sistema democrático dio alas a los partidarios de la oligarquía. Hombres como Pisandro, Frínico, Terámenes, Antifonte y (probablemente también) Critias, tuvieron un papel destacado en el derrocamiento de la democracia en el 411 a.C. Aprovechando que el grueso del pueblo ateniense estaba remando y combatiendo a bordo de los trirremes en la costa jonia, en la ciudad la democracia fue arrinconada y su lugar fue ocupado por el régimen oligárquico de los Cuatrocientos. Los demócratas atenienses se acantonaron entonces en la isla jónica de Samos, se proclamaron únicos y verdaderos representantes de la ciudad de Atenas y se constituyeron en asamblea; y gracias al empuje de individuos como Trasíbulo, el nuevo régimen duró solo unos meses. Podría decirse que Trasíbulo fundó en Atenas la democracia de nuevo, una democracia quizá algo adulterada pues el gobierno que se impuso fue el llamado de los Cinco Mil: una equilibrada combinación de oligarquía y democracia que, a juicio de Tucídides, “es cuando parece que han tenido mejor gobierno los atenienses” (VIII 97,2). Los golpistas y sus partidarios fueron enviados al destierro, y el exilio se llenó de oligarcas atenienses resentidos; entre ellos se encontraba un discípulo de Sócrates, tío del futuro filósofo Platón (quien por entonces era tan solo un muchacho de 16 años), un hombre culto y refinado, poeta y prosista autor de tragedias y aforismos, llamado Critias.

En los años siguientes hasta el desenlace de la guerra, la democracia continuó sometida a examen. Sócrates, si hemos de conceder crédito biográfico a Platón, se hartó de sacar a la luz por las calles de la ciudad las miserias del sistema: ¿acaso una persona acatarrada hace un sorteo para elegir al que le pueda curar? ¿No buscará más bien alguien capaz y que posea conocimientos de medicina? ¿Acaso no buscará un médico? ¿Entonces por qué el gobierno de la ciudad recae por sorteo en sus ciudadanos, sean estos quienes sean y posean las aptitudes y conocimientos que posean, en lugar de en los más capaces? ¿Es que es menos importante gobernar una ciudad que curar un catarro? Y el sofista Protágoras se valía de un mito para replicar a los argumentos socráticos: contaba que para evitar que la raza humana sucumbiera, Zeus repartió entre los hombres el αἰδώς (prudencia, templanza, conciencia moral, modestia, vergüenza: todo eso sería aidós) y la δίκη (sentido de la justicia). Y el reparto se llevó a cabo de modo universal y equilibrado, es decir: todos los hombres obtuvieron la misma dosis de aidós y díke, de templanza y justicia, de modo que pudieran convivir en armonía los unos con los otros: “Que todos sean partícipes, dijo Zeus. Pues no habría ciudades si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos” (Protágoras, 322d). En esta disputa Sócrates y Protágoras personificaban de manera ejemplar el tantas veces mencionado paso del mito al logos.

Y fue haciendo pleno uso de sus raciones de aidós y díke como los atenienses condenaron y ejecutaron, en el 406 a.C., a sus generales victoriosos de la batalla de las Arginusas, por no haber recogido a los hombres que cayeron al mar durante la contienda (una terrible tormenta se lo impidió, pero ese factor no fue tenido en cuenta por la asamblea). En medio de un proceso lleno de irregularidades, por no decir contrario a las leyes que los propios atenienses se habían dado a sí mismos, solo Sócrates se opuso a la condena y se enfrentó al clamor popular (“la multitud gritaba que era monstruoso por uno [es decir, por Sócrates] no dejar a la asamblea hacer lo que quería”, relata Jenofonte en sus Helénicas I 7,13). Un año más tarde Atenas sucumbía frente a Esparta en Egospótamos, en el Helesponto, y en el 404 a.C. la ciudad, sin recursos económicos ni militares, se rindió. Esparta impuso sus condiciones: derribar los Muros Largos y los del puerto del Pireo, admitir de nuevo en la ciudad a los desterrados y tener “los mismos amigos y enemigos” que los espartanos, es decir, ingresar en la Liga peloponesia que lideraba Esparta. Y los atenienses, sin opciones, hubieron de aceptar. Y tal vez escarmentados al fin del nefasto servicio que les había hecho la democracia, la abolieron, casi un siglo después de su nacimiento. En septiembre del 404 a.C. se escogieron a treinta individuos para que compilaran las leyes tradicionales bajo las cuales se gobernaría Atenas en el futuro. Esta oligarquía de treinta hombres fue bendecida por Esparta y estuvo compuesta en su mayor parte por exiliados del golpe del 411 a.C., aquellos atenienses resentidos a quienes la democracia había expulsado de la ciudad y ahora había vuelto a llamar. En esa treintena de oligarcas se contaba Critias.

El gobierno de los Treinta se transformó, tras un inicio prometedor, en un régimen de terror extremo en el que nadie estaba a salvo de ser acusado bajo cualquier pretexto, ejecutado de modo sumario y confiscados sus bienes. El refinado Critias, cabeza más visible de los Treinta, se convirtió en cuestión de pocos meses en “el peor de todos los hombres entre aquellos que son célebres por sus crímenes” (Filóstrato, Vidas de los sofistas I 16,501). Cuenta Diodoro de Sicilia que

como las muertes de los ciudadanos eran diarias, aquellos que contaban con recursos huyeron casi todos de la ciudad. (…). [Los Treinta] arruinaron la ciudad hasta tal punto que empujaron al exilio a más de la mitad de los atenienses.

Diodoro de Sicilia, Biblioteca Histórica XIV 5,6.

Los crímenes alcanzaron tal grado de irracionalidad que en el propio seno de los Treinta surgieron voces disidentes: Terámenes, viejo amigo de Critias y antiguo partícipe del golpe del 411 a.C., protestó por las matanzas indiscriminadas. Critias le condenó a muerte sin miramientos. Jenofonte recoge las últimas e irónicas palabras de Terámenes después de beber la copa de cicuta y lanzar los posos al aire como si jugara al cótabo: “A la salud del bello Critias” (Helénicas II 3,56).

Hasta que el pueblo ateniense, una parte al menos, reaccionó. Trasíbulo, el líder que acaudilló a los demócratas en Samos y reinstauró la democracia en Atenas en el 411 a.C., reunió a setenta hombres y se hizo fuerte en la fortaleza de File, en las afueras de la ciudad; de allí, y cuando sus tropas se multiplicaron por diez (los desafectos a los Treinta eran muchos), tomó el puerto del Pireo, se enfrentó al más numeroso ejército de los oligarcas y lo derrotó. En la batalla halló la muerte el bello Critias, no mucho tiempo después de haber ejecutado a su amigo Terámenes. Y así, en el año 403 a.C., el gobierno de los Treinta fue derrocado. Trasíbulo fundó por segunda vez la democracia en Atenas, con la esperanza de que los atenienses hubieran aprendido la lección de los excesos y defectos a los que el gobierno de los hombres, sean estos pocos o sean muchos, puede llevar: “Hombres de la ciudad, os aconsejo que os conozcáis a vosotros mismos”, les dijo (Helénicas II 4,38). En octubre de ese mismo año se proclamó una amnistía general, un acuerdo de reconciliación entre los atenienses, un pacto de olvido según el cual el pasado quedaba enterrado y se daba a luz un nuevo comienzo. Aristóteles esboza el contenido del pacto:

Por las cosas pasadas nadie podría vengarse de nadie, excepto de los Treinta, de los Diez [los oligarcas gobernantes delegados por los Treinta en el puerto del Pireo], de los Once [órgano del gobierno de los Treinta encargado de custodiar y ejecutar a los condenados], y de los que mandaron en el Pireo [los estrategos del ejército oligarca en la batalla final]; y ni de éstos si rendían cuentas.

Aristóteles, Constitución de los atenienses 39,6.

La tiranía de los Treinta dejaba a sus espaldas, tras un período de tiempo que las fuentes no permiten afinar pero que en cualquier caso no fue superior a ocho o diez meses, un río de sangre que manaba de los cuerpos de, y tampoco en esto las fuentes se ponen de acuerdo, entre 1500 y 2500 cadáveres. Tomando las cifras menos escandalosas, el balance es de más de 6 ejecuciones diarias. Al menos el 5 % de la población ateniense perdió la vida a manos de los Treinta. El olvido y la reconciliación a que aspiraba la amnistía se antojaban hitos difíciles de conquistar.

Este clima tan profundamente enrarecido, este ecosistema nebuloso en el que habían de convivir oligarcas temerosos de las represalias y suspicaces demócratas escarmentados, este caldo de cultivo de confianzas y recelos mutuos, esa delicada amnistía, necesaria pero dolorosa, es el punto de inicio para Atenas 403. Una historia coral. Mirar al pasado con memoria pero sin resentimiento, para a partir de esa mirada construir el futuro: Kierkegaard decía que “la vida solo se comprende mirando atrás, pero solo puede ser vivida mirando adelante”. La historia reciente de nuestro país ha hecho que conozcamos muy de cerca (nosotros o nuestros padres o abuelos) esa sensación: la paradójica necesidad de olvidar pero también de recordar, para poder avanzar. En Francia, al decir de los autores del libro, han sucedido también hechos que ayudan a acercarse con familiaridad a la cuestión de la memoria y el olvido en la Atenas del 403 a.C. Tal vez por ello, el tándem Azoulay & Ismard aborda el delicado asunto a lomos de una metáfora: la metáfora del coro. Los personajes implicados en la historia de la Atenas “reconciliada” son muchos, como diversos son los colectivos en los que se insertan; colectivos que operan a modo de coros de tragedia, actuando u observando, reaccionando o inhibiéndose, moviéndose por el escenario o permaneciendo inmóviles, en función de cómo se desarrolla la escena. “La coralidad”, dicen los autores, “ofrece una metáfora a través de la cual estos diversos colectivos pueden ser aprehendidos”. Es una metáfora prestada, en realidad, ya que el propio Aristóteles, y en ese mismo sentido, la emplea fugazmente en su Política.

Estos diferentes “coros” o colectivos, son abordados en el libro, en general aunque no siempre, a partir del corifeo, es decir: tomando como guía o representante a quien tuvo un papel destacado en dicho colectivo, del mismo modo que el corifeo lo tiene en un grupo coral. El planteamiento es, en mi opinión, interesantísimo, y el modo de abordar la cuestión original. Así, a lo largo de diez capítulos Azoulay e Ismard recorren, no de modo exhaustivo y a veces ni siquiera cronológico (porque no es ese el objetivo), las vidas de una decena de personajes históricos, pero sobre todo ofrecen una abigarrada fotografía en tres dimensiones de la sociedad ateniense de aquellos tiempos de cambio, miedo y esperanza. Tiempos de conflictos, unos superados y otros recién nacidos fruto de la convivencia coral.

En la poliédrica Atenas del 403 a.C. no existían dos bandos sino probablemente un mínimo de cuatro: los demócratas y los oligarcas, aquellos triunfadores y estos con las orejas gachas, y dentro de cada uno de ellos, los moderados y los extremistas (es sumamente interesante el artículo de Laura Sancho, que se puede leer online, dedicado precisamente a los grupos políticos de la Atenas de ese período). La reconciliación que Atenas se autoimpuso se valió no solo de buenas palabras, sino también de la violencia para alcanzar la paz. Y en una paradoja difícil de explicar, esos actos violentos se repartieron a los dos lados: no solo estuvieron dirigidos a los oligarcas insumisos, sino también a los demócratas recalcitrantes que clamaban venganza contra ellos. Hay que decir que el libro de Azoulay & Ismard recuerda continuamente a la obra de Canfora El mundo de Atenas, en la que el filólogo italiano saca los colores, con su pulcritud característica, al mito de la democracia ateniense de finales del siglo V a.C. Y Atenas 403 también evoca, por el tema, el estilo y porque es citado repetidamente, a La ciudad dividida de Nicole Loraux, donde la helenista francesa aborda el mismo tema. De hecho, se podría decir que Atenas 403 es un híbrido de los libros de Canfora y Loraux, pues conjuga la capacidad analítica del primero con el estilo reflexivo de la segunda.

Critias es el personaje central de los Treinta, o, si se prefiere, del coro oligarca. ¿Cómo fue posible su evolución, su deriva? Antes del exilio a raíz del golpe del 411 a.C., frecuentaba a Sócrates y tenía sin duda claras sus ideas acerca de las bondades de la oligarquía y los defectos de la democracia; pero su refinamiento y cultura (era de buena familia) no invitaban a sospechar en absoluto el ser despiadado en que se convirtió después, cuando fue escogido uno de los Treinta. La oligarquía extrema que encarnó, ordenando detenciones masivas y ejecuciones sumarias, le situó en el lado opuesto a su antiguo maestro Sócrates, con el que tuvo algún enfrentamiento a pie de calle (recogido por Jenofonte en sus Memorables) pero a quien ciertamente respetó la vida, tal vez en deferencia a los viejos tiempos. También se hubo de enfrentar a Terámenes, oligarca declarado pero partidario de la moderación. Su postura conciliadora le granjeó a Terámenes la fama con la que ha pasado a la posteridad: la de personaje veleta y poco de fiar. Su alternancia entre bandos perseguía un punto de encuentro, un término medio que contentara a los más. Pero el término medio ha sido siempre denostado a lo largo de la historia, pese a que Aristóteles lo defendió con argumentos sólidos y convincentes. En tiempos de los Treinta, o se estaba al cien por cien del lado de las oligarcas o se estaba contra ellos. Los Treinta, o Critias, redactaron una lista de Tres Mil atenienses que gozarían de garantías y derechos básicos en la ciudad (el derecho a juicio en caso de ser detenidos, por ejemplo); el resto eran carne de cañón. Pero ¿acaso los hombres virtuosos en Atenas son exactamente tres mil?, argumentaba Terámenes. De modo que Crítias borró su nombre de esa especie de “lista de Schindler”, y le ejecutaron al momento.

Los Treinta, o Critias, reorientaron la tribuna de los oradores de la colina Pnyx, lugar donde se reunía la asamblea ateniense, para que quien tomara la palabra viera la ciudad, no el mar, el cual era un símbolo de la fracasada democracia, que siempre miró hacia el Egeo (el mar, los trirremes, sus remeros, es decir: el pueblo ateniense). Los Treinta, o Critias, mataron a todos los ciudadanos en edad de combatir, un total de 300, en la vecina Eleusis, donde se acondicionaron un refugio por si en algún momento habían de huir de Atenas. Y así sucedió finalmente, gracias a la constancia y fidelidad al sistema democrático de Trasíbulo; una lealtad que contrasta, históricamente, con la volubilidad de personajes como Terámenes o Alcibíades, cuyas actuaciones se inclinaban a uno u otro lado. Trasíbulo, corifeo del coro de los demócratas, lideró en el Pireo un ejército compuesto en parte de esclavos y metecos (es decir: hombres marginados no solo por la oligarquía sino también por la democracia, no ciudadanos que aun así luchaban por esta última). Por ello, después de la victoria final, Trasíbulo quiso honrarlos concediéndoles la ciudadanía. Sin embargo, la democracia recién reinstaurada, es decir, la asamblea de ciudadanos atenienses, pensó que esa era una propuesta demasiado pretenciosa ya que subvertía las normas y equiparaba a Trasíbulo con Clístenes o Pericles. Comprobar que la democracia por la que habían luchado les rechazaba con orgullo y desdén debió de ser un duro golpe para esos esclavos y metecos y para el propio Trasíbulo, quien fue llevado a juicio por haber realizado semejante propuesta.

También Sócrates sufrió los sinsabores del retorno al sistema democrático. Sócrates, representante del coro de los neutrales, quien criticó a los demócratas de una manera razonada y no violenta hasta el final de sus días. Sócrates, quien criticó también a los Treinta Tiranos y se jugó la vida desobedeciendo sus órdenes directas (cuando se le envió a apresar a León de Salamina para seguramente ejecutarlo, él se desentendió y se fue a su casa). Sócrates, quien no tomó partido durante la guerra civil (al igual que muchos atenienses) y por ello levantó las sospechas de los dos bandos. Sócrates, quien no se marchó de la ciudad durante el régimen oligárquico (de nuevo como muchos otros), alimentando así la creencia de que simpatizaba con él. Sócrates, cuyo nombre seguramente, así lo creen los autores, figuraba en la lista de los Tres Mil. Y Sócrates, quien murió condenado por la democracia restaurada, que veía recelosa en la independencia de su pensamiento un peligro y una amenaza. Él fue maestro de Critias y de Alcibíades, y jamás defendió la democracia y menos durante el conflicto civil; así que se le acusó de delitos absurdos y se le condenó a la cicuta. Las palabras que escribiera el orador Lisias, aun correspondiendo a otro proceso, se ajustan perfectamente a la situación vivida por Sócrates:

Creo, jueces, que no sería justo que odiarais a quienes en la oligarquía no sufrieron daño, cuando podéis irritaros contra quienes cometieron crímenes contra el pueblo; ni que consideréis enemigos a quienes no se exiliaron, sino a quienes os expulsaron; ni a quienes se esfuerzan por salvar sus bienes, sino a quienes se han quedado con los ajenos; ni a quienes permanecieron en la ciudad pensando en su propia salvación, sino a quienes tomaron parte en el régimen con la voluntad de perder a otros. Si pensáis que debéis matar vosotros a los que aquellos dejaron de agraviar, no va a quedar ningún ciudadano.

Lisias, Discurso de defensa por intentos de derrocar la democracia, 18.

Esa fue la amnistía que se impuso en Atenas. Una amnistía que, pese al espíritu de reconciliación y olvido, se expresaba mediante procesos judiciales en los que de modo subrepticio se exigían cuentas a los pro-oligarcas o a los sospechosos de serlo. Sócrates, en el 399 a.C., fue una víctima de la vorágine que empezó a gestarse en el 403 a.C. en la ciudad, un torbellino de miedos, reconciliaciones, venganzas  y perdón, de olvido y de memoria.

Esos son algunos de los coros que analizan Azoulay & Ismard en este libro. Se echa de menos quizá un capítulo dedicado a Terámenes el “coturno”, oligarca declarado pero consciente de los excesos de la oligarquía (y de la democracia). Y habría sido también muy interesante dedicar algunas páginas a Platón, aristócrata emparentado con los Treinta pero ligado a Sócrates por lazos aún más fuertes que los familiares que le unían a Critias o Cármides. Pero es verdad que nada o bien poco se sabe del futuro filósofo en esos años. Otros coros están representados por nombres propios bastante menos conocidos, como Arquino, demócrata moderado que aparece en las comedias atenienses para ser objeto de burlas. Promotor de un régimen moderado y equilibrado, Arquino fue la oposición más dura que encontró Trasíbulo a su propuesta de ampliar la ciudadanía a los metecos y esclavos de la batalla del Pireo.

O Lisímaca, sacerdotisa de Atenea Polias (conocemos su nombre porque décadas después los atenienses levantaron una estatua en su honor), diosa a la que Trasíbulo honró en la Acrópolis nada más resultar victorioso de la batalla del Pireo. Es muy interesante la conexión que establecen los autores entre Lisímaca (“la que deshace la batalla”) y Mirrina (sacerdotisa del templo de Atenea Nike), por un lado, con Lisístrata (“la que deshace el ejército”) y Mirrina, personajes de la comedia de Aristófanes estrenada en el 411 a.C. y que quizá tomó los nombres prestados de las sacerdotisas.

O Eutero, representante del coro de los atenienses no propietarios y también de metecos obligados a trabajar a cambio de un salario (misthós), lo cual denigraba a la persona moral y socialmente. Y sin embargo, en la Atenas de posguerra muchos se vieron obligados, quizá por primera vez en sus vidas, a trabajar con sus manos para poder sobrevivir (así como otros escogieron el camino de las armas y se hicieron mercenarios): en la ciudad existía un lugar en el demo de Colono donde los hombres libres vendían su fuerza por un día o un mes, y otro llamado Anakerion donde se podían alquilar esclavos durante un tiempo limitado.

O el orador Lisias, cuya familia (y él mismo) sufrió en sus carnes los desmanes de los Treinta y cuya trayectoria vital presenta a los helenistas numerosos puntos oscuros (¿meteco o ateniense?, ¿de familia acomodada o necesitado de misthós?). Lisias fue un afamado logógrafo, se conserva un buen número de sus discursos, y Azoulay & Ismard se apoyan en algunos de ellos para hacer un intento de reconstrucción de su vida.

O Geris, esclavo que formó parte del ejército del Pireo que comandó Trasíbulo (y luchó, por tanto, en defensa de la democracia), y cuyo rastreo a través de las fuentes epigráficas y documentales revela todo un submundo que lo relaciona con los agoraioi, los mercaderes y artesanos del ágora. La atmósfera abigarrada y heterogénea del ágora ateniense se percibe con claridad en la cita, que recogen los autores, de una tablilla de defixión; estas tablillas, láminas de plomo enrolladas con mensajes grabados en su interior, eran una especie de maldición o mal de ojo que los griegos utilizaban para pedir a los dioses subterráneos el perjuicio (incluso la muerte) de otras personas y obtener, mediante ese mal, un beneficio personal:

Ato al comerciante Calias que está en la vecindad y a su mujer Tretta y la tienda de Falacro, y la tienda de Antemión que está al lado, y a Filón el comerciante. Ato el alma, el trabajo, las manos y los pies de todos esos hombres y su comercio. Ato a Sosímenes, su hermano, y a Carpo, su esclavo, el vendedor de telas, y a Glicantis, a quien llaman Maltace, y a Agatón, el comerciante, que es esclavo de Sosímenes. Ato el alma, el trabajo, la vida, las manos, los pies de todos esos hombres. Ato a Kito, el vecino, el que fabrica cuerdas, y el trabajo de Kito y su taller y su alma y su mente y la lengua de Kito. Ato a Mania la comerciante, la mujer junto a la fuente, y el alma de Aristandro de Eleusis y su trabajo y su mente. Alma, manos, lenguas, pies, mentes: de todos ellos, las ato… en presencia de Hermes, el que ata.

Defixionum Tabellae, 87. De E. Eidinow, Oracles, Curses and Risks among the ancient Greeks, Oxford University Press, 2013.

El fragmento menciona nombres que habitualmente corresponden a ciudadanos de Atenas, pero también aparecen nombres comunes en hombres de condición servil, y otros típicos de esclavos. También se cita una mujer. Con ello pretenden plasmar los autores la interactividad y conexión entre los diferentes grupos y estratos sociales que se producía en el ágora: mujeres desempeñando un papel activo, esclavos al frente de comercios, hombres de condición servil que poseen esclavos, ciudadanos que llevan un negocio…

Atenas 403 supone un trabajo interesantísimo que rebosa erudición y aporta sugerentes reflexiones acerca de aquel momento de la historia en el que los atenienses expulsaron de su ciudad la tiranía oligárquica. La mirada original de los autores sobre la Atenas del 403 a.C. aporta datos, ofrece ángulos novedosos desde los que observar y permite hacer valoraciones que normalmente quedan ocultas. Las abundantes y enriquecedoras notas contienen en ellas mismas la bibliografía de que se han servido los autores, pero están situadas al final del libro, lo cual obliga al lector al uso de dos marcapáginas y varios dedos. Al no tratarse de meras notas referenciales sino que explican, aclaran, contribuyen y complementan la riqueza del texto, situarlas al final es una mala decisión puesto que invita al lector poco exigente a no leerlas. El lector interesado, en cambio, debería disfrutarlas tanto como los capítulos de las que manan.

Atenas 403. Una historia coral es, en definitiva, un libro que merece mucho la pena y pasa a engrosar la lista de otros trabajos que han abordado el tema de una u otra manera y con mayor o menor amplitud, como los ya citados El mundo de Atenas de Luciano Canfora, La ciudad dividida de Nicole Loraux y ¿Una democracia perfecta? de Laura Sancho.

 

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Vincent Azoulay & Paulin Ismard, Atenas 403. Una historia coral (traducción de Susana Prieto Mori). Madrid, Siruela, 2023, 480 páginas.

     

10 comentarios en “ATENAS 403. UNA HISTORIA CORAL – Vincent Azoulay y Paulin Ismard

  1. Iñigo dice:

    I-N-M-E-N-S-A reseña. Enhorabuena.

  2. Farsalia dice:

    Fantástica reseña… y supongo (es un decir) que libro, que da pie a esta recensión. Caerá pronto, aunque no sé cuándo.

  3. cavilius dice:

    El libro es inspirador, desde luego, e invita a conocer ese episodio y de hecho todo ese período de la historia ateniense. He de confesar que las primeras páginas, la introducción básicamente, descolocan un poco (a mí al menos), pero luego todo el libro fluye como el agua del Erídano por el Cerámico.

  4. Rodrigaz dice:

    Leída de cabo a rabo, fantástica reseña.

    Este libro lo he tenido varias veces en mis manos pero nunca me decidí a adquirirlo. Deduzco de la reseña que fue un error por mi parte que pronto corregiré.

  5. cavilius dice:

    A mí al menos me ha parecido una estupenda lectura. Eso sí, hay que conocer un poco el contexto histórico del que parte y en el que se sitúa; de ahí la extensa reseña.

  6. hahael dice:

    Estupenda reseña, Cavilius, tomo nota. Le voy a pedir a mi clon a ver si me consigue el libro y de paso me lo lee, que vivo sin vivir en mí.

  7. cavilius dice:

    Si te lo lee tu clon, ambos disfrutaréis mucho. Mi clon aún no sabe ni freír un huevo.

    ¿O el clon soy yo y el que fríe es el otro? Cielos…

  8. Valeria dice:

    En mi opinión lo que rebosa siempre erudición son la reseñas de Cavi. Que debe tener un giratiempos o algo similar para poder dedicarse a leer con esta voracidad.

  9. cavilius dice:

    Pues no me importaría colgarme un giratiempos de esos al cuello. Aunque por no llevar, no llevo ni reloj. A lo mejor ese es mi fallo.

    Si parece que la reseña rebosa erudición, es por mimetismo con el libro. Ese sí que es un pozo de conocimientos.

  10. Valeria dice:

    Será mimetismo, pero me ha encantado el «resumen» inicial de la reseña, con el que sitúas al lector en situación de entender el punto de partida del libro reseñado. Una gozada, como siempre.

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