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El pequeño Pataxú, Tristan Derème

Zirisia (Capitulo 4)

 
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Adrianhk



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MensajePublicado: Vie Jun 04, 2021 6:16 pm    Tí­tulo del mensaje: Zirisia (Capitulo 4) Responder citando

Muy buenas. Soy un escritor con experiencia en prensa de videojuegos y recientemente inicié una novela de fantasía épica.

Si alguien está interesado en leer mi historia, los capítulos están disponibles abajo de la imagen y en Wattpad a través de este enlace. ¡Estoy abierto a comentarios!



Prólogo


Las civilizaciones del mundo arden en un caos continuo tras la muerte de sus líderes en la guerra. Algunos sobrevivientes renunciaron a sus espadas ante el terror de la batalla, pero ejércitos más poderosos se preparan para un decisivo combate por el dominio de los reinos desgobernados.

«Será la guerra más devastadora de nuestros tiempos», pronostican los sabios desde las tribunas de las plazas, pero las familias asustadas se esconden en sus hogares implorando a los cielos por su protección divina o la aparición de un valiente guerrero que proteja a los débiles. Algunos menos optimistas prefirieron partir a peregrinar en busca de las tierras sagradas donde la paz es absoluta. Mientras tanto, los delincuentes y soldados deshonestos aprovechan la anarquía para extorsionar, robar y asesinar a quienes les apetece.

Pero dentro de un fuerte oculto en lo profundo de un desierto remoto, las huestes de Zeo esperan pacientemente el momento de la batalla cuando advierten las siluetas de un grupo de jinetes en el horizonte.

Casi cien soldados habían partido un año antes bajo las órdenes del rey Bastes a saquear las ciudades asoladas por la guerra, pero ni fueron bien recibidos por los habitantes, ni la suerte los acompañó en el camino de vuelta. Ahora que el rey ha muerto, solo unos pocos exploradores regresan, heridos y exhaustos, a dar parte del viaje a su hermano y heredero, el general Zeo.

Capítulo 1: Audiencia con el soberano


Las cadenas zigzagueaban en la arena como una serpiente acechando a su presa. El esclavo corría descalzo detrás de las tenues nubes de polvo que levantaban los caballos, mientras el radiante sol sacaba destellos de sus grilletes. El intenso calor evaporaba el sudor de los jinetes y el denso bochorno les impedía discernir a la distancia la forma exacta de la muralla.

Un centinela fue el primero en avistar sus siluetas desde la punta de un colosal monolito. Se apresuró a sonar un enorme cuerno y el estruendo se repitió dentro del fuerte, alertando a guardias y habitantes por igual. Los guerreros en el interior comenzaron a moverse de un lado a otro levantando armas y colocándose las armaduras, mientras los niños y adultos incompetentes en el combate ayudaban a llevar los suministros. En un instante la caballería pasó galopando a toda velocidad por mitad de la plaza hacia la entrada; las puertas se abrieron frente a ellos y se cerraron en cuanto el último caballo las atravesó.

—¡Son cuatro exploradores heridos a caballo y dos prisioneros, capitán! —reportó a gritos el centinela. La caballería estuvo a punto de partir a interceptarlos, cuando el vigilante se pronunció de nuevo—. ¡Parece el escuadrón de Aldre!

El capitán endureció el gesto y dio a sus soldados la orden de bajar las armas y esperar pacíficamente en la entrada, a pesar de que algunos sospechaban que era una trampa. Sin embargo, en cuanto los viajeros se detuvieron frente a ellos, supieron que no representaban peligro alguno: eran un completo desastre.

Aldre tenía una herida punzante en el hombro y el brazo, pero no era nada en comparación al resto de su brigada, que lucían severas abolladuras en sus piezas de armaduras sucias e incompletas, así como rastros de quemaduras sobre sus túnicas manchadas de sangre. Incluso en sus caballos se percibían indicios de maltrato y hambruna. A la derecha, una mujer de cabello oscuro cargaba un ornamentado carcaj en la espalda; era la única que no tenía heridas visibles, pero parecía estar a punto de desmayarse.

Sin embargo, nadie en el grupo se veía peor que el prisionero que llegó corriendo a pie un momento después; al capitán le pareció increíble que pudiera moverse a ese ritmo, considerando que tenía la complexión de un indigente y el cuerpo vendado del cuello para abajo. Estaba claro que tuvieron algunos altercados por el camino, pero aun así era extraño que regresaran después de tanto tiempo.

—¿Dónde demonios te habías metido, Aldre? ¿Cómo terminaron así? —inquirió el capitán.

—No sé por dónde empezar —respondió él con la vista cansada bajo su turbante. Su yegua era la que mejor apariencia tenía en todo el grupo, y quizá por eso era la que transportaba a una muchacha inconsciente atada a la montura—. Los kretnia nos persiguieron hasta el cruce llano. Los perdimos, pero no tardarán en seguirnos el rastro. Debemos prepararnos.

—Esas puertas no se abrirán hasta que alguien me explique dónde está el resto —declaró el capitán mirando las caras de todos los acompañantes, pero estos bajaron la cara. Solo Aldre mantuvo la vista fija en el capitán.

—Creo que ya lo sabes, Olver. Fui el único que sobrevivió, a estos los contraté en el camino para que me ayudaran a regresar.

—¿Y dónde está Nervala? —preguntó de inmediato.

—Los bandidos nos emboscaron varias veces, tienen trampas en todo el camino. Nervala nos salvó una noche haciendo de distracción pero... tuvimos que huir sin ella. Lo siento.

El capitán bajó la mirada en silencio hacia la cresta de su negro caballo y se mantuvo así por un momento. Entonces alzó su lanza, enorme y reluciente, y apuntó con ella a Aldre con los ojos enardecidos tras la visera del casco.

—Ni siquiera traes las armas —advirtió apretando dientes—. ¡Dame una razón para no matarte aquí mismo!

—¡Olver, cálmate un poco! —le rogó Aldre alzando las manos—. A-así no vas a resolver nada. Escucha, traigo información importante. —Los dedos le temblaban al intentar explicarse—. Necesito hablar con Zeo de inmediato, o no...

El estruendoso sonido del cuerno estalló de nuevo.

—¡Más corceles por el norte, capitán! —informó el centinela—. ¡Doce lanceros de estandarte violeta con varios cautivos!

Los guardias desenvainaron sus espadas y los arqueros en la muralla templaron sus arcos. El capitán estrujó las riendas al ver las siluetas detrás de las colinas, soltó gruñó y se hizo a un lado penetrando a Aldre con la mirada.

—Estoy seguro de que Zeo te matará cuando te vea; y si no lo hace él, lo haré yo más tarde. ¡Solven! —Uno de sus soldados se acercó—. Guíalos hasta el templo, y no les quites el ojo de encima. ¡Abran las puertas y protejan los muros! ¡Nosotros intentaremos negociar! —ordenó y un momento después partió al galope seguido por la caballería.

Aldre no pudo esconder su gesto aliviado. Los guardias no tardaron en obedecer y, en cuanto las puertas empezaron a abrirse, algunos arqueros salieron en fila a tomar posiciones estratégicas. Solven les hizo una seña para que lo siguieran: los viajeros retomaron la marcha y los guardias en la entrada se hicieron a un lado para permitirles el ingreso.

Un único sendero conectaba la entrada con el otro extremo del fuerte al borde de un risco, y por cada lado del camino estaban instaladas montones de jaimas raídas y estructuras en ruinas. Los familiares de los soldados, que trabajaban desde la herrería hasta el comercio, presenciaron su entrada con curiosidad y murmuraron al verlos pasar. Algunos contemplaron horrorizados sus prendas ensangrentadas y se lamentaron imaginando las desventuras del largo viaje, pero la mayoría estaba más interesada en ver el botín; aunque parecía un cargamento muy reducido.

Después se fijaron en el desdichado prisionero, que caminaba indiferente a pesar de los pesados grilletes y cadenas que apresaban sus miembros. Su cabello tenía un bonito degradado marrón y su rostro seguro habría sido atractivo en otros tiempos, pero ahora tenía los huesos marcados como un mendigo, la barba descuidada de un náufrago, y los ojos resignados de un moribundo. En contraste, la hermosa muchacha de rizos casi plateados lucía tan bien cuidada, que en poco tiempo iniciaron las apuestas para adivinar el nombre de la familia de nobles a la que pertenecía.

—Si no paramos pronto voy a perder los planos —advirtió la mujer acercándose al oído de Aldre para que Solven no escuchara—. Quieren desbordarse, puedo sentirlo.

A Aldre le corrió un escalofrío por el espinazo, como le sucedía cada vez que aquella siniestra mujer le dirigía la palabra. Meditó en silencio un momento tratando de ignorar las indiscretas miradas, y entonces asintió.

—¿Crees que podamos detenernos a beber agua, Solven? —preguntó. Al oficial le parecía oportuno, pero le preocupaba que los heridos no sobrevivieran. Aldre lo tranquilizó enseguida—. Si aguantaron el viaje, aguantarán un poco más. Y sin no bebemos nada, terminaremos cayendo de todas formas, ¿no crees?

El escolta accedió y más adelante les indicó que se detuvieran junto a un rudimentario pozo vigilado por un par de guardianes disparejos: un anciano tuerto que roncaba tendido sobre un montículo de hojas de palma, y un bronceado jayán muy concentrado en amolar su maza.

—¡Chafi! Veo que las guerras no tienen efecto sobre ti —bromeó Aldre descabalgando.

El anciano abrió de golpe su único ojo para ver al grupo desatando sus botijas del cargamento. Entonces notó a Aldre a un lado, sonriendo.

—¡Cuidado, pero si es Aldre el cobarde! —exclamó jubiloso—. ¡Te daba por muerto a estas alturas! Ey, aún estás a tiempo de escapar, Zeo no está muy contento últimamente; cada victoria le sabe peor. —Entonces entornó el ojo colocando una mano como sombrilla—. Por cierto, a estos no los había visto. ¿Son amigos tuyos?

—Así es, me ayudaron a regresar —confirmó Aldre acercándole el manojo de botijas sin añadir más detalles—. Llénalas y ahora te pago. Voy camino a reunirme con Zeo —el tuerto arrugó la cara—. No tengo opción. Ah, y necesito ropa nueva. Préstame alguna y te la pagaré mañana —le propuso encaminándose a una tienda cercana.

—Ni lo sueñes, no veo que traigas ese arsenal que te encargaron. Zeo te arrojará a los leones —vociferó Chafi sobre su hombro levantándose para extraer agua del pozo con un cucharón—. ¡Una moneda por prenda! ¡Dáselas a Paac cuando termines, y ni se te ocurra...!

—¡Ya sé, ya sé! —lo cortó Aldre desde la tienda. El grandullón tuvo que agacharse para entrar detrás de él.

Chafi masculló algo no muy amable. Advirtió con su ojo receloso que los viajeros intercambiaban susurros mientras revisaban sus heridas. Uno de ellos era un chico mancebo de rasgos suaves y piel morena, mientras que el otro era mayor, pelirrojo y con una desagradable quemadura en el rostro. La mujer junto a ellos tenía el cabello tan largo que apenas permitía ver los símbolos circulares en su mejilla, y pasaba desapercibida por arrastrar un aura sombría que le hizo desviar la mirada. Chafi puso su atención en la inmaculada prisionera que dormía plácidamente, y tuvo un presentimiento más extremo que el de los lugareños: estaba seguro de que habían raptado a una princesa.

De repente un caballo relinchó moviéndose hacia el abrevadero, y solo en ese momento Chafi notó al esclavo parado junto a los corceles. Su primera impresión fue que el joven había muerto de pie, pues sus frívolas pupilas estaban perdidas en el horizonte, pero un segundo después el muchacho hizo contacto visual con él y abrió la boca muy despacio. Sus labios se movieron lentamente sin emitir sonido alguno, pero el anciano entendió perfectamente lo que quiso decir: «a-gu-a». Chafi contempló su enjuto cuerpo vendado temiendo que la sed fuera el menor de sus problemas: las heridas o el hambre lo matarían primero. Pero no iba a ser él quien cargara con el muerto en la consciencia, así que llenó el cucharón a rebosar y se dirigió hacia él.

—¡No des un paso más, anciano! —clamó la mujer metiendo una flecha en su ballesta—. ¡Dale siquiera una gota de agua y te clavo una flecha en la nuca! —Solven desmontó desenvainando su espada, pero los viajeros cubrieron a la chica sacando sus sables.

—¡Ea ea, no hay necesidad de amenazar! —exclamó Chafi juntando las cejas—. No pensaba cobrarles esto, pero me detengo y ya está. Me dio un poco de pena, eso es todo

Enseguida retrocedió a la fuente para retomar sus deberes y los demás bajaron las armas; aunque los viajeros intercambiaron miradas suspicaces con el guardia. Mientras llenaba el abrevadero, Chafi comprobó con un rápido vistazo que el esclavo había retomado su estado de trance. El anciano recordó con amargura que a su edad no valía la pena apiadarse de un desgraciado que de todas formas tenía los días contados.

—Solo guardas basura aquí —le reprochó Aldre saliendo de la tienda con varios trapos en la mano.

—Aun así tienes que pagarla —gruñó Chafi mirando hacia Paac. El fortachón asintió y volvió a ocuparse de su maza—. Me debes cuatro monedas por el agua. Paga y lárgate de aquí, que el pozo se estresa con el olor a muerte.

Aldre rió; le entregó cuatro monedas para recuperar sus vasijas cargadas de agua —pagó el doble por la suya, que era la más grande—, y otras cinco monedas por la ropa. Antes de despedirse se detuvo a admirar su entorno: escuchó una conmoción en la entrada, y vio a los niños pasar empujando cajas de suministros que los soldados terminaban usando como mesas para desplegar mapas en los que discutir sus estrategias. Le extrañó la expresión recelosa de Solven desde su caballo, pero asumió que debía ser por el calor. Se protegió de los rayos del sol con un brazo y contempló el extenso cielo despejado dando pequeños sorbos de agua; disfrutó del momento como quien sospecha que puede ser el último. Un momento después se despidió, montó en su yegua y retomó la marcha por el sendero junto al resto; incluyendo al esclavo enclenque que avanzó detrás de ellos sin protestar.

El templo era la última estructura del fuerte y allí los esperaba un joven sentado en las escaleras. Tenía el cabello castaño amarrado en una coleta con unos cuantos mechones a la altura de los ojos, vestía elegantes prendas de seda propias de la clase alta, aunque de su cinturón colgaban diferentes armas. Al verlos llegar sonrió de oreja a oreja, se puso de pie y colocó una mano en la empuñadura de su delgada espada.

—¡Bienvenidos, queridos hermanos! Si son tan amables, desmonten y tiren sus armas. —Su tono fue bastante cordial, pero Aldre no vaciló en bajar del caballo e instó a sus compañeros a hacer lo mismo. Un par de guardias se acercaron a retirarles el carcaj con flechas, la reluciente ballesta, varios modelos de dagas, frascos con veneno, un escudo, un par de sables y las piezas de armadura sueltas. Cuando estuvieron satisfechos, el joven que los recibió hizo una exagerada reverencia y los exhortó a entrar en el templo—. Mi nombre es Gerby Echanseki, los guiaré hasta el rey.

—Nunca te había visto tan obediente —le comentó a Aldre uno de sus compañeros caminando por el largo pasillo del templo. Tuvo que ponerse hombro con hombro para que no lo escucharan los guardias que cargaban con la muchacha desmayada—. ¿Quién era el de la cara de ángel?

—Le dicen «Echanseki de las mareas», no esperaba verlo aquí —respondió Aldre en un débil tono de voz—. Es el campeón de Astóreo, va a ser un problema. No creo que podamos ac...

—Es muy tarde para arrepentirse —lo interrumpió el viajero de golpe. Su voz era grave incluso al susurrar—. Hay siete guardias afuera contando a los escoltas, más los que hayan adentro. ¿Puedes encargarte tú del campeón?

—¿Que yo me...? ¡Por supuesto que no! Ese chico es tan monstruoso como cualquiera de ustedes. Se dice que con catorce años participó en los juegos de las islas Carsi —Aldre se acercó a su oreja—. ¡En todas las islas al mismo tiempo! —Sus palabras resonaron más de lo que pretendía. Se giró nervioso, esperando que Echanseki no escuchara; este le dedicó desde atrás una sonrisa agradable que no tenía nada que ver con sus extravagantes ojos saltones de calamar.

—¡Bajen la voz! —les pidió el más joven del grupo cuando los guardias los hicieron detenerse al final del pasillo—. A partir de aquí no hablemos más entre nosotros.

Entonces las puertas se abrieron y un resplandor dorado los deslumbró. Al recuperar la visión se encontraban frente a una sala inmensa con un amplio agujero en el techo, por donde los ardientes rayos del sol impactaban directamente contra los azulejos del suelo y se reflejaban en las paredes de mármol. Cada lado tenía una fila de pilares ornamentados que no sostenían nada, y junto a estos había decenas de mesas largas ocupadas por hombres y mujeres de ropa holgada y gesto feliz. Estaban tan entretenidos conversando, comiendo y bebiendo, que ya no le prestaban atención ni a las puertas ni a lo que ocurría afuera. Una alfombra verde se extendía por el centro de la sala hasta un altar donde un hombre veterano con actitud desganada alimentaba a un fornido león con carne de su propio plato; parecía el único entre tantos que no disfrutaba de la celebración.

Un heraldo bajito se acercó a Echanseki e hizo un esfuerzo para hablarle a través del bullicio. Entonces adoptó una postura firme, inhaló profundamente, e hizo sonar un pequeño clarín que llevaba colgado del cuello. El agudo pitido silenció la estancia de inmediato.

—Soberano regidor, general Zeo, poseedor horizontes —Los soldados hicieron un jubiloso brindis desde sus mesas, aunque el gobernante no lucía halagado—. Tras un año de su partida, el explorador del escuadrón de saqueo exterior, Aldre Macenta, regresa de su viaje implorando un momento de su atención para presentar el fruto de su expedición.

El gesto del nuevo rey se volvió severo. Era un hombre enorme e imponente, de barba larga y oscura como sus ojos pequeños, parcialmente oculto de la luz que entraba por el orificio del techo; aunque aun en la penumbra resaltaba el oro incrustado en su armadura. Con un rápido movimiento de sus dedos repletos de anillos aprobó la audiencia, así que los guardias los escoltaron por en medio de las acaloradas miradas de los soldados. Aldre calculó que habrían por lo menos cien guerreros más de los que contó su compañero, quizá doscientos.

Se detuvieron frente a un altar elevado a ocho escalones por encima, desde donde el general los observó altivo con las piernas separadas. Los soldados retomaron sus almuerzos en un unísono alboroto, mientras que los viajeros —exceptuando al esclavo— hincaron una rodilla en el suelo. Pero antes de decir una palabra, un hombre apareció detrás de Zeo para comentarle algo al oído.

A Aldre se le erizó la piel al reconocer su rostro. Se giró para comprobar que Echanseki seguía detrás de ellos, y este le devolvió una sonrisa satisfecha: era él, observando cínicamente desde atrás, al mismo tiempo que dialogaba con Zeo desde el trono con una túnica diferente. Notó el desconcierto en la cara de sus compañeros; incluso Grand ya no parecía tan confiado. Para Aldre era obvio que no podían dejarse llevar por la apariencia inocente del campeón: por dentro era un monstruo abominable y tenían muy poco tiempo para descifrar cómo lidiar con él.

—Encárgate tú de defender el este —le ordenó el general tras meditar un poco. Echanseki asintió desde arriba, pero para sorpresa de Aldre, el guerrero se quedó de pie a un lado del trono—. Nos atacan de todas partes —explicó Zeo en un tono aborrecido—. Sospecho que no buscan el oro sino la gloria, el renombre, la fama; una vez en el campo, todas esas sandeces le importan más a un guerrero que la paz por la que iniciaron la guerra. Como sea... Me alegra verte con vida, Aldre.

—Es un placer volver a estar en su presencia, su alteza.

—Aún no me nombran rey, Aldre —replicó Zeo—. Por ahora sigo siendo un general.

—Si mi señor me disculpa, eso es una mera formalidad. Siempre ha sido su destino gobernar el reino, aunque signifique perder al mejor general que hemos tenido —Aldre siempre fue muy versado con las palabras y confiaba en ellas para salir de cualquier situación, pero al ver el gesto severo de Zeo ante sus halagos, supo que esa tarde calurosa era diferente.

—Preferiría ser un humilde cantero y poder celebrar con mi hermano, que gobernar mil reinos de cobardes yo solo, que conozco la infamia cometida en la reunión.

—P-por supuesto —Aldre palideció ligeramente, pero hizo un esfuerzo para mantener la compostura—. Lloré hasta el cansancio la muerte del rey Bastes. La noticia me llegó en el peor momento, cuando me desangraba en los calabozos de Geyin tras ver morir a muchos compañeros; casi pierdo la voluntad de continuar. —Notó el gesto suspicaz de Zeo—. Emm... Pero, mi general... creo que finalmente traigo buenas noticias para el reino, entre tantos infortunios.

—¿Oh, buenas noticias? Esos pueblerinos mentirosos... No creerías lo que se han inventado de ti, Aldre. Dicen que perdiste a mis setenta guardias a manos de unos bandidos —Aldre intentó intervenir, pero el general alzó la voz—. Y que en lugar de dirigirte a Pricia como te ordené, intentaste invadir unos insignificantes manglares... ¡Y fracasaste! Ni siquiera saqueaste el mausoleo de Otorio. Sin embargo, se comenta que trajiste a un par de esclavos: un moribundo demasiado débil para trabajar, y la hija de un rey muerto al que no le podemos pedir rescate. Contéstame ahora: ¿son solo inventos de las malas lenguas, o tengo ante mí los supuestos frutos de tu viaje?

Entre codazos y chistidos, la algarabía de las mesas se fue silenciando progresivamente detrás de ellos. Aldre sintió el peso de las penetrantes miradas en su espalda, y percibió el sonido de los guardias desenvainando lentamente sus; esperaban la orden para atacar, y Zeo parecía deseoso por darla. Tuvo que esforzarse de nuevo para no perder la concentración: tenía que elegir con cuidado sus siguientes palabras. Si se quería salvar, debía saltarse las excusas y explicaciones, e ir directo a lo que todos querían escuchar:

—Tengo en mi poder el arma más peligrosa de los doce reinos—el general levantó la mano y sus guardias bajaron las armas; Aldre supo que había captado su atención—. No solo traigo conmigo a la princesa Deliquia, supuesta heredera al trono de todas tierras de Otorio. El prisionero a mi lado no es nada menos que Meriito, la temida bestia de los caminos.

Zeo recostó un pómulo sobre su puño y tamborileó con los dedos de su otra mano, mientras contemplaba la escena con repugnancia.

—¿Me dices que tú, un simple saqueador, capturaste a Meriito? Debes tomarme por un tonto. ¿Qué deberíamos hacer con ellos, caballeros? —En cuanto hizo la pregunta, la sala se llenó de voces exaltadas unas sobre otras:

«¡A pedradas!», «¡No, desmembramiento a caballo!», «¡Estos se ganaron la hoguera!», los gritos eran tantos que nadie se ponía de acuerdo, hasta que un hombre robusto y ruborizado se puso de pie sosteniendo una daga: «¡Propongo una punzada por persona hasta que se desangren!», y todos aprobaron con un clamor enloquecido.

A Aldre se le congeló la piel al notar que no solo los guardias habían desenvainado sus espadas, sino que los soldados se levantaban entusiasmados de sus mesas con cuchillos y navajas en mano, ansiosos por participar. Alguien puso una mano en su hombro y al girarse vio que Echanseki desprendía el látigo de su cinturón, con los clamores ebrios demandando sus vidas de fondo.

La respiración le fallaba, sus piernas temblaban, pero consiguió el valor para un último intento. Juntó las manos y se hincó de rodillas.

—¡Por favor, mi señor, le imploro que me permita mostrarle! —rogó al borde del llanto—. ¡Co-concédame una oportunidad y juro, le juro que entenderá todo! ¡Solo le pido un momento, y no se arrepentirá!

El general alzó la mano una vez más, y los pendencieros soldados no tuvieron más opción que contenerse.

—Te daré una oportunidad, aprovéchala —sentenció Zeo cruzando los brazos. Pero Aldre no perdió tiempo hablando; en su lugar, descolgó la enorme botija de su cintura y se la aventó al prisionero. Este la atajó haciendo tintinear las cadenas con un movimiento desapasionado.

—No ha bebido nada en todo el viaje, mi señor. En cuanto se hidrate, él mismo despejará todas las dudas.

Con un ánimo exánime, el muchacho destapó la botija y comenzó a beber; de repente sus ojos se abrieron como si cobraran vida, y retiró de golpe el contenedor jadeando con intensidad. Paseó la vista por el espacioso salón con los ojos muy abiertos mientras recuperaba el aliento. Pareció sorprendido, casi asustado, al fijarse en la multitud de soldados malencarados a su espalda. Entonces encontró a Aldre con la mirada, y su expresión incrédula se oscureció.

—No me esperaba esto de ti, corderito. —La voz del prisionero sonó suave y peligrosa al mismo tiempo. Un mar de murmullos despertó a su alrededor.

—Yo... nunca dije que fuera tu aliado —replicó Aldre mirando al suelo—. Nos necesitábamos para escapar, por eso colaboramos. Pero ahora... ahora eres mi p-prisionero, y si no me escuchas, van a matarla.

Aldre señaló por encima del muchacho, a donde un guardia cargaba a la chica adormecida sobre su hombro; los demás viajeros retrocedieron unos pasos, intentando pasar desapercibidos. Cuando el joven vio a la muchacha, su gesto se agudizó como el de un felino hambriento. Le lanzó una eufórica mirada a Aldre, pero este habló primero:

—¡Ya no hay tiempo, Meriito! —Aldre también dio unos pasos hacia atrás—. L-lo siento, pero cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. Ahora por favor intenta contenerte, o nos matarán a todos.

Meriito hizo contacto visual con el imponente general. Tras unos segundos, meneó la cabeza resignado y se llevó la botija a la boca.

—Los dioses castigan a los farsantes de formas atroces —añadió antes de tocar la boquilla con sus labios, y entonces dio un trago.

Bebió largo y tendido; el agua descendió por su garganta por lo que pareció una eternidad, hasta que por fin bajó la botija vacía al nivel de su abdómen, se secó los labios con el antebrazo, y todos frente a él se impresionaron viendo sus pupilas dilatarse como diminutos granos negros.

Un frío gélido irrumpió en el templo, a pesar de que los rayos solares seguían lloviendo a mitad de la sala. Detrás de la turba agitada, las mesas vibraron y algunas se quebraron en pedazos de golpe. Los soldados temerosos llamaron desde sus asientos a sus compañeros, y aunque algunos retrocedieron suspicaces, otros estuvieron demasiado absortos en castigar a los viajeros para atender a lo que ocurría alrededor. El general se incorporó con su atención fija en el muchacho, prolongando la ansiada ejecución; pero eso no contuvo al tumulto. Se oyeron bramidos, algunos improperios, los borrachos se apremiaban entre sí, y de un momento a otro la horda se abalanzó sobre los viajeros.

Pero en cuestión de un instante el esclavo dejó caer la botija, y junto a ella cayeron sus grilletes y cadenas. Esquivó las primeras puñaladas dando un salto hacia adelante, se giró hacia ellos y estiró la mano como agarrando algo invisible en el aire; fue como si al cerrar el puño un intolerable zumbido aturdió a la multitud, haciéndoles chillar apretando los dientes. El esclavo entonces arrastró el brazo hacia atrás y las articulaciones de los soldados frente a él perdieron el vigor, sus músculos desaparecieron y las armas resbalaron de sus dedos envejecidos.

De inmediato retrocedieron a patadas y empujones. El chico parecía una bestia: la cólera enrojeció su rostro, sus miembros se volvieron corpulentos y ya no se le marcaban las costillas a través de las vendas. Avanzó hacia el oficial que cargaba a la princesa, cuando dos guardias desenvainaron sus filos y se metieron en medio. Meriito estaba perdiendo contextura rápidamente, pero repitió el movimiento de mano y los tres guardias cayeron de bruces contra el suelo, al mismo tiempo que su cuerpo se fortaleció de nuevo. Saltó a detener la caída de la princesa; sin embargo, al tocarla retiró sus brazos de inmediato como si se quemara; ella cayó al suelo soltando un débil quejido. Se oyó un chasquido, y un repentino latigazo azotó a Meriito en la espalda poniéndolo de rodillas con un alarido; Echanseki, ardiendo de emoción, agitó el látigo de nuevo para aprehender su brazo derecho, sacó su espada y embistió a toda velocidad hacia él.

—¡Detente, Gerby! —exclamó el general poniéndose de pie; Echanseki se detuvo en el acto, aunque claramente insatisfecho—. Así que este es el famoso Meriito que escapó del vacío de Almena y acabó con la corte otoriana. Los rumores no mencionan que seas tan joven, o que parezcas tan frágil... —Acarició su barba estudiando al chico, que no paraba de gimotear de rodillas a medida que perdía musculatura—. Aunque no hay duda de que eres alguien de su nivel. Pero si es cierto, explícame entonces cómo acabaste prisionero de un grupo de meros exploradores.

El ambiente quedó silencioso como un sepelio. Los soldados observaron sorprendidos a sus compañeros recuperar el vigor de sus brazos mientras Meriito volvía a parecer una momia muy delgada; incluso sus apretados vendajes, que debieron estallar con sus músculos inflados, parecían intactos. Era como estar viendo a un espectro al que la vida se le escurría por la piel.

—Es por el agua, mi señor —intervino Aldre ansioso por romper el silencio—. Los kretnia nos capturaron juntos. La noche en que me llevaron a la celda, me confesó que estaba apunto de perder el conocimiento y me pidió que protegiera a la princesa. Pero no se desmayó, sino que entró en un estado de trance muy extraño debido a la deshidratación. Su cuerpo respondía, pero él no.

—¿Y qué tiene que ver la princesa en todo esto?

—No estoy seguro, mi señor. Sé que está enferma y necesita atención urgente, pero Meriito no puede tocarla por alguna razón. Pensé que si el maestro Reviere pudiera curar su enfermedad, podríamos negociar con Meriito para que pelee por nosotros en la guerra; creo que hará cualquier cosa por salvarla. Y como ha podido ver, es un guerrero a tener en cuenta en un combate. Creo que es la mejor arma que pude encontrar afuera, mi señor.

Zeo examinó al prisionero con la mano en el mentón por unos segundos.

—¿Es verdad eso? ¿Pelearías para mí si puedo curarla?

Meriito se restregó un ojo con la muñeca, después el otro, y entonces asintió lentamente. Zeo sonrió ampliamente.

—¡Y justo cuando empezaba a resignarme! ¡Bien hecho, Aldre! Te recompensaré como es debido cuando termine la guerra —Aldre finalmente recuperó el color del rostro—. Bien, enviaré a alguien por Reviere de inmediato, pero no lucharás para mí. —Los viajeros intercambiaron miradas confundidas—. Ya tengo a los mejores guerreros de mi lado y no me arriesgaré a enviarte con ellos. Tengo un dilema mayor: presiento que esta guerra puede ser la última, pero esta vez nos faltará más que fuerza para ganar. Se dice que has viajado mucho por todas partes. Creo que la información que manejas puede ser la pieza final que necesita mi ofensiva. Quiero saber todo lo que has visto en las tierras que no debe pisar el hombre, hasta el más mínimo detalle. Quiero que me cuentes lo que es cierto sobre tu mito, entre tanto que ha llegado a mis oídos.

—Es una larga historia... —advirtió Meriito con la voz quebrada, sin mostrarse sorprendido. No era la primera que alguien se interesaba por sus secretos.

—Moveré mis tropas en un mes, tienes todo ese tiempo para contarnos tu historia mientras Reviere sana a la princesa.

—Supongo que no tengo otra opción... —Fulminó a Aldre con la mirada—. Pero tengo una condición: deben curar a Deliquia aquí mismo, frente a mis ojos; no pienso separarme de ella. Y me darás tu palabra de que no le harán daño. —Entonces se puso de pie resistiendo el látigo enrollado en su brazo—. Nadie más debe pagar por mis pecados.

—¿Asesinaste a su familia y ahora pretendes protegerla? —A Zeo le pareció gracioso—. Está bien, libéralo, Gerby. Mis guardias instalarán una tienda para la chica aquí adentro, así la vigilarás mientras nos entretienes con tu leyenda. Pero dejemos claro algo, muchacho: si descubro que nos mientes, guardas información, o que no eres quien dices ser; la mataré sin contemplación y tú serás el siguiente. —El Echanseki de arriba interrumpió a Zeo para susurrarle al oído una vez más, pero este le restó importancia con un gesto de la mano. Llenó una copa de vino, caminó de espaldas hasta el trono y se sentó complacido—. La aborrecida «bestia de los caminos», estoy intrigado. Adelante, cuéntanos cómo te convertiste en un engendro.

—Necesitaré más agua —advirtió el muchacho palpando la marca del látigo en su antebrazo.

—¡Traigan agua y comida! —demandó Zeo acariciando al león—. ¡Y algo para sentarse!

Los guardias de inmediato le acercaron un banco, una vasija con agua, un cuenco de plata vacío y varios platos atiborrados con carne y verduras. Meriito solo bebió un poco de agua al tomar asiento. Vio a Aldre recostaba cuidadosamente a Deliquia en un muro a su izquierda donde los soldados hacían espacio para levantar una carpa, y sus ojos volvieron a llenarse de muerte. Echó un vistazo por la ventana detrás del altar y pudo distinguir con claridad parte del abismo rocoso detrás del fuerte, luego pasó la mirada por las piedras preciosas que adornaban las columnas destrozadas, y finalmente puso la vista en el altar, donde el nuevo rey se acariciaba la barba recostado al respaldo del trono.

—¿Y te sentarás a escuchar una historia mientras tu pueblo combate?

Zeo frunció el ceño.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre mi hermano y yo? Él fue un rey temerario, siempre acompañaba a su ejército en el campo sin dudarlo, ya ves cómo terminó. Yo, por otra parte, entiendo que hay muchas maneras de hacer la guerra. Ahora mejor preocúpate por contarme tu historia, desde el principio. Deseo saber qué clase de abominación eres, si de verdad eres quien dices ser —concluyó entornando los ojos.

Meriito simplemente exhaló un suspiro; el calor despiadado volvía a invadir la sala.

—De acuerdo. Entonces, empecemos.

Capítulo 2: Entre piedras y garabatos


Primero quisiera aclarar que Meriito no es mi verdadero nombre, sino un título que me gané en uno de mis largos viajes; sí, esos viajes de los que tanto se habla últimamente. Pero antes de la fama, existió un joven humilde, inocente y dispuesto a cualquier cosa por ayudar a otros. Una verdadera lástima, porque ese altruismo que antes nos liberó, mañana nos traerá la ruina, ya que cargué con nuestra causa en mis manos, y al condenarme, nos condené a todos.

Solo pido a los presentes que no me escuchen codiciando mis secretos; mi historia no es una guía para obtener poder, sino una oportuna advertencia, de que siempre se debe escuchar al corazón, y de jamás jugar con fuerzas desconocidas.

Respecto a mi verdadero nombre, seguro que mis padres me habrán dado uno muy bonito; jamás lo sabremos con certeza. Fui abandonado cuando era un bebé y solo puedo evocar unas cuantas escenas de mi infancia temprana. Todo lo que sé sobre esa época es lo que otros me han contado, así que tendrán que creer en mis palabras como yo tuve que confiar en las de ellos. De modo que, si todo es cierto, mi historia inició una agitada noche oscura:

Una mujer llamada Preya escapaba de una tormenta cuando escuchó un desesperado lloriqueo cerca de un río. Intrigada, se dejó caer por la cuesta pedregosa del cauce, pero le costó ubicar el origen del llanto con la lluvia picando sus ojos y oídos. Una violenta ventisca la sacudió de un lado a otro hasta la orilla, y de repente pudo escuchar mis quejidos con claridad. Movió unas cuantas rocas y allí me encontró, llorando a moco tendido en la espalda de una tortuga, a la que estaba amarrado con múltiples sogas.

Se apresuró a intentar desatarme, pero el agua había complicado los nudos y el río seguía creciendo a su lado. Recogió una piedra y la frotó con ímpetu contra una de las cuerdas hasta que los hilos se soltaron; pero aún quedaban muchas otras y el estrépito de la corriente le decía que no había mucho tiempo. Preya movió la cabeza buscando ayuda, pero no hubo señales de otra persona alrededor; debía hacer algo rápido. Entonces se amarró el cabello, flexionó las rodillas y, enterrando con firmeza sus dedos bajo las ataduras, alzó con todas sus fuerzas a la tortuga en su espalda, aun conmigo afianzado al caparazón.

Juntos pesábamos tanto, que a Preya le flaquearon las piernas de inmediato. Su intención era alejarnos de la orilla, pero no contaba con que los feroces vientos le impidieran moverse con libertad. Peor aún, estábamos atrapados entre las dos paredes del lecho, y ella no tenía otra opción más que seguir recto por el sendero de grava hasta hallar un camino por el que subir a la planicie. Pero solo había avanzado un poco cuando oyó un chasquido, una capa húmeda cubrió sus tobillos, y al girarse vio cómo el voraginoso río se nos vino encima. Fuimos tragados en sus aguas oscuras y revolcados sin piedad en una turbulencia que finalmente silenció mi llanto. Preya se sujetó a la tortuga y como pudo metió un brazo bajo las cuerdas, echó un vistazo a mi pálido rostro, y mis ojos serenos fueron lo último que vio antes de desmayarse.

Despertó escupiendo el agua que había tragado hasta que pudo volver a respirar. Se encontraba tendida en una superficie blanda, aunque el aire alrededor era denso y húmedo. Fuertes tronidos sacudieron la tierra, pero ella no llegó a ver los rayos. Tampoco pudo percibir la luna. De hecho, lo único que alcanzaba a vislumbrar era una tenue luz azul a la distancia, desde donde se escuchaba una corriente fluyendo como una cascada. Entonces entendió que el torrente la había arrastrado hasta una gruta con una pequeña isla rodeada por el agua que discurría del río. También dedujo por el estruendo que la tormenta seguía arreciando afuera, y no había mucho que pudiera hacer al respecto. El cuerpo le pesaba una tonelada, así que cerró los ojos y un momento después ya había caído en un profundo sueño.

Quién sabe cuánto pasó hasta que espabiló de nuevo. Se incorporó ahogada, mareada y con un intenso dolor de cabeza. De fondo se escuchaba un lloriqueo constante que le recordó de inmediato al responsable de su padecimiento. Se levantó tambaleando y dio unos pasos siguiendo mis lamentos desesperados hasta que me halló, aún atado al enorme reptil. Buscó a tientas una estalagmita con la que finalmente pudo cortar las ligaduras una por una. Tanteó mi cuerpo en busca de heridas y no encontró más que las marcas que las sogas dejaron en mi piel. Me tomó en sus brazos y me meció suavemente intentando calmarme, pero un rato después ya estaba segura de que mi llanto, al igual que la tormenta, no iba a detenerse pronto.

Por mucho tiempo ignoré de dónde sacó el calor o el alimento para mantenernos con vida durante los seis días que duró la tempestad, pero lo más importante es que en honor a esa catástrofe en la que nos conocimos, Preya me dio mi primer y más preciado nombre: Torva, que significa remolino de lluvia. También le debo a la tormenta haber descubierto aquella cálida gruta, que aunque no era el sitio ideal para un niño sin padres, terminó por convertirse en mi hogar.

En cuanto la lluvia cesó, Preya usó los restos de cuerda para amarrar mi tobillo a una roca y se marchó. Regresó al día siguiente con algunas bayas verdes que trituró hasta convertirlas en pulpa, y con eso me alimentó por un tiempo hasta que aprendí a comer otros tipos de fruta. Crecí siendo un niño sano y vistiendo las prendas que Preya me obsequiaba. En ocasiones la vi llegar al refugio con una talega llena de carne, que ella misma asaba en la fogata mientras me hablaba del mundo como las madres le hablan a sus hijos; sin embargo, todas las tardes sin falta, se despedía y me dejaba a mi suerte en la oscura caverna.

Decenas de veces me aseguró que no había peligro alguno en la zona, pero ni eso evitó las muchas noches que pasé acurrucado a mi manta, temblando de miedo y llorando en silencio hasta quedarme dormido. A menudo tenía que resistir el impulso de ir a buscarla, pues creía saber a dónde iba. Más allá de la cuesta del cauce, había una montaña alta cubierta de un negruzco bosque muerto; sus árboles viejos apenas tenían hojas y se ocultaban detrás de una espesa neblina, pero justo en la cima había una zona pequeña con frondosos árboles forrados de hermosas hojas verdes. Era el único lugar donde podía crecer la fruta.

Preya siempre evitó el tema, aunque cada vez que podía me advertía sobre las trampas y animales feroces que protegían la sublime cumbre de los visitantes inesperados. Tuve muchas pesadillas con esos peligros desconocidos, hasta que me resigné a las noches solitarias. Cuando me sentía intranquilo, me consolaba pensar en que Preya regresaría al refugio el siguiente día, y entonces todo estaría bien. En ocasiones la vi llegar muy temprano para llevarme a cortar leña; ella talaba y yo la ayudaba a llevar los pedazos. Mientras la carne se asaba, solía leerme historias a la luz del fuego o aprovechábamos para zambullirnos en el agua; dentro de la gruta, claro, ya que solo entraba al río cuando necesitaba cruzarlo.

Una tarde, Preya me sugirió pausar nuestra lección de escritura para comer: la cazuela humeaba sobre la lumbre y ella meneaba el caldo gentilmente con un punzón. Había encendido el fuego con unos trozos de piedra rojiza que encontró en la gruta. Le tuve que insistir mucho para que me prestara alguno para garabatear las paredes, ya que sus misteriosos trazos brillaban en la oscuridad. Ella accedió porque le pareció que ya me tocaba aprender a escribir, y porque era una buena oportunidad de enseñarme a encender la fogata, de manera que nunca pasara frío en las noches.

Justo estaba practicando mis letras cuando ella me llamó. Dejé la piedra en el suelo y crucé el pozo nadando. Salí empapado a quitarme el calzón, vestí mi túnica seca y me senté en la arena a observarla servir el almuerzo: recuerdo que me pareció muy alta, su piel morena destellaba junto a las llamas, y sus ojos redondos como un búho lo veían todo con ternura. Entonces, se me ocurrió preguntarle algo que me llevaba inquietando mucho tiempo.

—Ey... Preya... ¿Por qué tus brazos son transparentes? —inquirí con inocencia. El tazón se le resbaló de las manos y se estrelló bruscamente contra suelo. Ella por reflejo escondió los brazos en la espalda—. Es que... los míos no son así, no puedo ver a través de ellos.

—Mis brazos... emmm... n-no hay razón, Torva. Siempre han sido así. Los cielos sabrán por qué nos hacen como nos hacen. —Me miró nerviosa por unos segundos—. ¿Te incomodan?

—No, para nada. Solo tenía curiosidad. Antes creía que eran de agua, o de viento. Pero eso no puede ser porque siempre estás levantando cosas.

—Vaya, eres muy listo —me dijo con media sonrisa después de un suspiro, y comenzó a sacar los brazos con timidez—. Es algo diferente al agua. Fluye y es transparente, pero al mismo tiempo duro como los huesos. Y está lleno de vida... —Su voz se suavizó de repente—. Se parece más al fuego, en muchos sentidos.

Me quedé un momento apreciando uno de sus brazos. Los bordes parecían densos, pero el interior era traslúcido y contenía otro líquido más oscuro que iba buceando de un extremo a otro, dejando un rastro de partículas.

—Ya veo —comenté fascinado—. ¿Y cómo se llama? ¿Puedo tocarlo?

—Emm... mejor no. No me veas así —Se acercó y enterró sus dedos diáfanos en mi cabello—. Me hace feliz que seas tan curioso, pero me preocupa que un día te topes con alguien... menos tolerante, y eso te traiga problemas. Es mejor que no sepas tanto del tema, ¿de acuerdo? —Me sonrió cuando asentí. Entonces sacudió su albornoz y levantó el tazón del suelo—. Ahora comamos para que practiques tu lectura. Si aprendes rápido te traeré algunas historias para que leas cuando estés solo.

Aquella vez accedí de buen grado y comencé a practicar en cuanto terminé de comer, principalmente porque sus brazos parecían ser un tema sensible para ella y no quería molestarla. Pero ahora tenía más dudas que antes.

Aprendí a leer poco después. No había mucho que hacer en mi tiempo a solas, así que cuando no estaba arrojando peñones al río, estaba leyendo en la cueva, sin importar que no entendiera la mitad de cada historia. Muchas trataban temas de política, religiones o amoríos que un huérfano como yo no podía entender, pero de vez en cuando encontraba relatos sobre héroes antiguos que habían recorrido el mundo por motivos más trascendentes que el oro; batallaban por honor o en defensa de sus seres queridos. Me gustaba jugar a que era uno de ellos, que tenía una espada de viento y la usaba para cortar a través del campo de batalla ficticio al borde del río. Eran solo fantasías tontas, ya lo sé, pero es posible que esas tardes de combates imaginarios fueran las que cultivaron mi espíritu valeroso, y me animaron a ser más atrevido y audaz.

Los años transcurrieron tranquilamente, pero creo que tenía once esa mañana en que las cosas comenzaron a cambiar. Preya no había regresado por un par de días, aunque me dejó con un montículo de frutas que tardarían varios días en deteriorarse. Con mis lecturas agotadas, resolví salir a buscar otras superficies en las que escribir, pues mis letras ya ocupaban las paredes de la guarida por dentro y por fuera. En vano visité el bosque (los árboles estaban tan viejos y deteriorados que se quebraban sin siquiera tocarlos), así que me armé de valor para probar mi suerte río abajo.

El paisaje era hermoso: la corriente se ceñía al sendero de gravas hasta el horizonte. A mi derecha se extendía una enorme vertiente pedregosa que no dejaba ver más allá, y al otro lado del río había otra vertiente sobre la cual se veía mucho más del bosque muerto. Me sorprendí al notar que el área verdosa en la cima se había extendido un poco más, como si la montaña estuviera cobrando vida desde su punto más alto.

Me pregunté si Preya estaría ahí. Seguro había un refugio más grande con alimentos por doquier, y un lago donde los niños podían bañarse con tranquilidad. ¿Se habría olvidado de mí? ¿O tal vez le había pasado algo? Tuve que secar las lágrimas que me empezaron a caer por el rostro mientras caminaba.

—Cuidado te tropiezas, compañero —me advirtió una voz áspera pero alegre. A unas piedras por delante me observaba un hombre con sombrero de paja, una sonrisa de oreja a oreja y los ojos muy abiertos. A su lado había una cesta y en sus manos una caña de pescar con el hilo sumergido en el río.

La impresión me dejó tiezo, haciéndome olvidar mis preocupaciones. Era la primera vez que veía a otra persona además de Preya, y no se parecía a ella en lo absoluto. Tenía el cabello largo y maltratado, una barba enmarañada y el cuerpo tan delgado como arrugado. Al ver que no respondía, el anciano bajó la caña, metió la mano en la canasta y sacó una trucha pálida.

—¿Por qué esa cara triste, cuando la vida es tan generosa? —me preguntó sonriendo; le faltaban casi todos los dientes. Me timbré cuando dio unos pasos hacia adelante agitando el pescado en su mano. Él se detuvo al notarlo, dejó la trucha sobre una roca y retrocedió—. No te contengas pequeño, ¡que esto no es todos los días!

—¿Qué es eso? —le pregunté indeciso; tampoco había visto un pescado en mi vida. Él soltó una carcajada.

—Eso que ves es una buena trucha —me explicó levantando las cejas—. Tuvieron que aparecer recientemente, ya que estuve por aquí hace tres rotaciones y el río estaba desolado. ¡Pero hace unos días me dio por revisar y mira! ¡¿Se puede tener más suerte?! ¡Tú también aprovecha muchacho, antes de que esto se vuelva un infierno de pescadores!

El júbilo en su voz era contagioso y al mismo tiempo intimidante. Sin quitarle un ojo de encima, me acerqué lentamente y levanté el pescado por la cola con dos dedos como pinzas.

—¿De verdad se come? —cuestioné arrugando la cara. Olía bastante mal.

—Hijo, hay quienes no comen otra cosa. Primero debes asarlo, claro. ¿Sabes hacer una fogata?

Asentí.

—¡Bien! —celebró recogiendo su caña—. Tú solo ponlo al fuego y disfruta. ¡Ah, y cuidado con las espinas!

Observé al sujeto regocijándose en su pesca por un momento, luego al inexpresivo pez muerto, y una vez más al anciano.

—Gracias —le dije. Él volvió su atención hacia la espumosa agua, y dejó escapar una risita que me pareció más dirigida a sí mismo que a mí.

Me di la vuelta lentamente y arranqué a correr dando saltos con el pescado en la mano. Irrumpí espantado al refugio, atravesé una gran roca en medio, y prácticamente me lancé bajo mi manta a vigilar la entrada fijamente. Mi cruel imaginación me hizo ver al pescador aparecer varias veces con un cuchillo en mano y dando gritos con su voz gastada, pero cayó la noche sin que sucediera realmente nada.

Sin embargo mi estómago rugía más que el río. No había comido nada desde la mañana y el marcado olor del pescado me recordaba las palabras del anciano, así que decidí darle una oportunidad. Preparé la yesca y la encendí chocando mi piedra roja contra una pirita. Perforé el pescado con un hilo como hacíamos con la carne y lo colgué sobre la candela. Mientras esperaba a que se cocinara le di un mordisco a una manzana; empezaba a tener un ligero sabor amargo. Más tarde esa noche, quitando la sorpresa de las espinas, me fui a dormir alegre de haber probado el pescado.

Preya no regresó los días siguientes y las frutas se agotaron antes de estropearase. El hambre me impulsó a salir de la cueva, así que probé a asomarme al río: podía ver la silueta de los peces nadando a toda velocidad en lo profundo, pero por alguna razón no me atrevía a meter la mano. Mi estómago gruñía cada vez con más frecuencia, hasta que al mediodía decidí descender una vez más por el sendero de grava. Encontré al anciano en el mismo lugar con su canasta rebosada de pescados. Sin embargo, esta vez tenía las cejas muy juntas y el gesto desanimado. Hice algo de ruido al llegar para llamar su atención.

—Así que regresaste —notó sin una pisca de entusiasmo—. ¿Qué te pareció la trucha?

—Es cierto, se come —respondí. Él asintió con amargura. No parecía la misma persona con los ojos decaídos y los labios tristes—. ¿Sucede algo?

—Siempre, siempre sucede algo —se lamentó con un sonoro suspiro—. Esos brutos lo quieren todo sin mover un dedo... ¡Ojalá no vuelvan de la guerra!

—¿Guerra? ¿Hay una guerra? —pregunté por seguir la conversación, aunque en realidad estaba interesado en la pesca. Creí tenerlo resuelto: Todo consistía en enganchar a los peces. Justo en ese lugar había una piedra grande que dividía la corriente y sacaba espuma en la superficie. No se podía ver el fondo, pero el agua parecía más calmada.

El pescador me observó con los ojos casi cerrados, como intentando descifrar si no le estaba prestando atención, o si le estaba jugando alguna broma. Entonces frunció el ceño.

—¿Acaso vives bajo una roca? —Cabeceó de un lado a otro—. No importa. El hecho es que esos soldados salvajes están requisando lo que les da la gana. ¡Que me puede pasar un accidente si no les llevo pescados, dicen! ¡Son unas bestias! ¡Unos bárbaros! ¡Unos... unos... —exhaló un suspiro—. Como sea. ¿Quieres otro pescado, verdad?

—Quisiera unos cuantos, no tengo más comida. —lo dije con buena intención, pero en mi inocencia, desconocía lo mal que podían caerle esas palabras.

—¿No escuchaste lo que dije, muchacho? ¡Me están robando mi mercancía! Apenas me queda para vender. No, solo te puedo dar uno. Tómalo rápido y lárgate, que si los soldados te encuentran seguro te llevarán a la guerra.

Asentí rápidamente y me acerqué a recoger una trucha, pero antes de irme metí una mano en mi túnica y saqué mi piedra roja. La sopesé en mi mano buscando alrededor la roca más grande e hice dos rayas largas en ella; así podía regresar luego. Me giré listo para marcharme cuando un grito me hizo detenerme.

—¡Espera! —Al voltearme noté que el anciano tenía los ojos encendidos, y el júbilo había vuelto a su rostro—. ¿De dónde sacaste esa piedra que tienes en la mano?

—Yo... la encontré —Sentí un aura siniestra en el anciano, pero no podía decirle dónde estaba el refugio. Comencé a retroceder unos pasos, pero él se agachó, recogió un frasco lleno de carnada y me lo arrojó a la pierna.

Gemí de dolor al caer sentado sobre las rocas. Una sonrisa aterradora apareció en el rostro arrugado del pescador mientras se acercaba con pasos lentos pero vehementes, cuidando de no regresar. Le apunté a la cara con la piedra; confiaba en mi puntería, aunque no sabía si sería suficiente. Pero él se detuvo angustiado, y entonces entendí lo mucho que quería mi piedra. Giré sobre mí y apunté al río.

—¡No te muevas o la lanzo! —le espeté, y funcionó. El anciano levantó las manos y comenzó sudar.

—¡Alto, para, para! ¡Está bien, dime qué quieres! ¿Tenías hambre verdad? Puedo darte más pescados, emm... cinco pescados. ¿Qué te parece?

Mientras pensaba, el anciano aprovechó de dar un paso, así que me erguí y me moví más hacia el río; me sentí poderoso al verlo retroceder.

— Los quiero todos —le exigí esperando que me rechazara y se diera por vencido, pero su respuesta fue inmediata.

—¡Son tuyos! Todos tuyos, si me entregas esa pequeña joyita.

Me había quedado sin opciones. Si arrojaba la piedra, el pescador seguro me arrojaría detrás de ella; pero si aceptaba el intercambio, podía sobrevivir lo suficiente para aprender a pescar yo mismo. Después de todo, ya había marcado la zona y podía regresar cuando él no estuviera.

—De acuerdo —accedí—. Pero aléjate, más, eso es, no te muevas de ahí.

El anciano siguió obedientemente mis indicaciones sin quitarme los ojos de encima. Yo me acerqué, levanté la cesta y arrojé la piedra detrás de él. Saltó sobre ella como un lobo hambriento, cayó de rodillas y soltó una victoriosa carcajada al palpar la gema entre sus dedos. Yo, queriendo alejarme tan rápido como fuera posible, proveché su regocijo para darme la vuelta y escapar.

—¡Vuelve si tienes más de estas, te daré lo que quieras! —escuché a la distancia, pero no me giré. Crucé el río en cuanto vi una zona estrecha y seguí corriendo por ese camino para despistar al anciano, en caso de que me estuviera siguiendo.

Me temblaba el cuerpo cuando avisté el refugio al otro lado del río a la luz del ocaso. Por un momento me sentí aliviado, pero entonces un rumor de voces y pasos llamó mi atención. Di un salto hacia la vertiente para esconderme detrás su sombra y dejé la canasta en el suelo; no vi a nadie alrededor, ni por donde vine, ni más adelante. Me di cuenta entonces que las voces venían de arriba, y entre ellas estaba la de una mujer.

«Preya», pensé escalando la vertiente, y entonces los vi. Cinco criaturas plateadas discutían entre sí al pie del bosque muerto. Una mujer se separó de ellos con los brazos cruzados y se detuvo tras dar unos pasos. Giró la cabeza, los estudió un instante con sus fríos ojos azules, y entonces les espetó:

—¡¿Qué esperan para entrar?!


Ultima edición por Adrianhk el Dom Ago 22, 2021 5:22 pm; editado 16 veces
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ositron



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MensajePublicado: Mie Jun 16, 2021 10:51 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Interesante. Suerte.
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Leer nos hace humanos, ningún animal lo hace.
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Adrianhk



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MensajePublicado: Jue Jun 17, 2021 11:46 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

¡Ya está disponible el capítulo 2!

Ultima edición por Adrianhk el Jue Jul 01, 2021 2:24 pm; editado 3 veces
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Adrianhk



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MensajePublicado: Jue Jun 17, 2021 11:47 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

ositron escribió:
Interesante. Suerte.


¡Muchas gracias! Estoy recibiendo feedback muy positivo y críticas constructivas que me ayudan a mejorar.
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Adrianhk



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MensajePublicado: Jue Jul 01, 2021 2:26 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Nuevo capítulo disponible:

Capítulo 3: La voz de la montaña


Tres antorchas arrojaban una débil aura de luz sobre las corpulentas criaturas con cuernos que entraron al bosque cargando hachas más largas que yo; nunca había visto un monstruo, pero debían lucir así. Un hombre canoso de vestimenta elegante se quedó junto a la mujer sosteniendo una antorcha en una mano, y un carcaj de flechas en la otra.

Ella tenía la piel nívea, los rasgos finos y el cabello negro embutido dentro del cuello de su ancho abrigo. Siguió a los guerreros con la mirada hasta que se perdieron en la niebla, y entonces exhaló un suspiro, tomó un relicario que llevaba colgado del cuello y susurró unas palabras que no alcancé a descifrar. Un largo aullido estalló dentro de la espesa neblina seguido de múltiples golpes secos. Frunció el ceño, levantó la quijada dirigiendo la vista al cielo sin nubes, presionó los labios por un momento, y miró de reojo hacia mi dirección; me asusté, pero el área a mi alrededor estaba muy oscura, no debía poder verme. Sin embargo, divisé un halo celeste que comenzaba a surgir alrededor de su ojo y me recorrió un escalofrío, pero justo en ese momento un estruendo metálico retumbó detrás de ella.

—¡Ayuda! ¡Necesitamos ayuda! —clamó una voz dentro del bosque. La mujer se giró alarmada y chasqueó la lengua. Entonces se llevó el colgante a los labios y volvió a susurrar algo.

No me quedé a averiguar si pudo verme. Descendí la vertiente deslizando mis pies para no hacer ruido, cuando me sobresaltó otro lúgubre aullido. Sin perder tiempo, abracé la canasta y corrí a zambullirme en el río; todo quedó en silencio mientras me hundía aferrándome a la canasta, aunque en el proceso dejé caer un par de pescados en las mismas aguas que antes recorrieron con vida. Braceé hasta la otra orilla con un solo brazo y me extrañó notar que la corriente fluía con suavidad, más tranquila y fría que nunca.

Salí empapado y temblando, pero me alegré al comprobar que no había ni una antorcha a la vista, ni ningún ruido extraño proveniente del bosque, así que levanté la canasta y fui directo al refugio deteniéndome solo para atravesar la roca en la entrada. Vadeé el pozo de la caverna hasta la pequeña isla, dejé caer la cesta en la tierra y abracé mis hombros tiritando mientras buscaba con la vista mis piedras carmesí; sonreí al ver que aún quedaban cuatro. Usé una para encender la fogata con mis dedos temblorosos, y disfruté el calor reconfortante del fuego sobre el que colgué un par de pescados.

Estaba tan hambriento que casi me trago las espinas, y no comí más porque sabía que debía administrar las truchas con cuidado hasta que aprendiera a pescar; pero ese era una tarea para otro día. Esa noche me tiré satisfecho en la arena, sintiéndome muy satisfecho por haberme librado del peligro como un campeón, sin siquiera un rasguño. Me arropé con mi manta sonriendo y, tras un lapso de temblores y estornudos, me dormí en paz a la luz de la lumbre. Es curioso que solo en los días más agitados descansaba profundamente, pero más extraño aún fue el sueño que tuve, porque en él presencié cosas que hasta entonces desconocía.

De repente era un niño de nuevo sobre los hombros de una mujer muy fuerte y risueña que me llevaba por la plaza de un pequeño pueblo; los tablones de las casas tenían preciosos ornamentos de madera y tela de colores muy vivos. La mujer se detuvo ante una fuente, me sentó en un peldaño y besó mi frente con cariño, justo antes de comenzar a transfigurarse delante de mí: su mitad derecha se volvió traslúcida y se recubrió de telas color crema; del lado izquierdo se desplegó un vestido escarlata sobre una piel blanca como las nubes. A la derecha los ojos amarillos acompañaron una amable sonrisa, a la izquierdo los gélidos ojos azules centelleaban como los colmillos que se desprendían de su boca maliciosa. Le crecieron brazos, alas, una cresta y otras partes de animales que jamás había visto. Entonces me tomó del cuello con sus garras y abrió las fauces, pero no me tragó, sino que emitió un sonido exótico, una rara mezcla entre el crepitar del fuego y el silbido de la brisa, que de inmediato confundió mis sentidos. El deiforme ser sonrió con ojos llenos de avaricia, el ruido se hizo más y más fuerte, tan insoportable que me estremecía cada hueso, un ave plateada se posó en mi hombro y las pirañas planearon desde las nubes.

—¡Preya! —grité exaltado al despertar, y mi voz resonó dentro de la caverna vacía. Traté de recuperar el aliento cuando me llegó un intenso olor a madera chamuscada y pescado. Fui a lavarme en el pozo, aunque interrumpido de vez en cuando por algún estornudo. El resfriado me recordó que debía buscar más madera si pretendía sobrevivir otra noche igual de fría; además de que necesitaría el fuego para cocinar. Llené la canasta de agua y puse a remojar las truchas con la esperanza de que eso las mantuviera frescas; no sabía casi nada sobre alimentos, pero me hacía ilusión que se conservaran hasta el regreso de Preya para compartirlas con ella.

¿Pero cómo se suponía que buscara la leña? Estaba seguro de que no necesitaba un hacha en aquel decadente bosque, ya que los árboles estaban tan podridos que habían perdido sus hojas y sus ancianos troncos se quebraban como galletas. El problema era más simple: tenía miedo, mucho miedo. Me aterrorizaba la idea de abandonar la gruta con esas espantosas criaturas sueltas; la noche anterior me sentía un campeón, pero el efecto me pasó mientras dormía y al despertar solo recordaba imágenes del pescador psicópata y la horrenda criatura de mis pesadillas. Preferí no arriesgarme; allí estaba a salvo, podía comer las truchas crudas, e incluso estaba la posibilidad de que Preya regresara en cualquier momento. Pero terminé vomitando el pescado crudo y, por desgracia, Preya tampoco se mostró ese día. Más tarde el hambre y el resfriado se turnaron para hacer de mi noche un infierno, por lo que cuando por fin pude alcanzar el sueño, había tomado la decisión de escabullirme al bosque por la mañana.

Era muy temprano cuando llegué al pie de la montaña; admiré temerosamente su inmensa ladera sobrevolada por enormes nubes de bruma, y un escalofrío me recordó no adentrarme demasiado. Miré intranquilo en todas direcciones para asegurarme de que estaba solo, y de inmediato me puse manos a la obra:

Comencé dando golpecitos en los árboles buscando algún tronco que sonara hueco. Encontré varios, pero elegí el que me pareció más alto y delgado; me sorprendió lo fácil que atravesé su corteza de una patada y lo rápido que se ensanchó el hoyo al sacar el pie. Fue tan divertido que por un rato me creí algunos de los guerreros famosos de mis lecturas, como Tomero Iglu o el veloz Espéncer, y jugando a ser ellos lancé una furia de golpes y patadas que pronto hicieron que el árbol se viniera abajo estrellándose contra el suelo.

Sonreí sobando mis nudillos; Preya nunca me dijo lo entretenida que era esta parte, pero la próxima vez tendría que dejarme hacerlo. Comencé a cargar los pedazos; eran ligeros pero no podía llevarlos todos a la vez, así que tuve que hacer varios viajes al refugio. Me dolían los pies al regresar por cuarta vez para cargar los últimos trozos, cuando escuché unos pasos que venían desde arriba, y unas enormes siluetas se marcaron en la cortina de niebla. Hice un amague de recoger la madera pero me detuve porque no me iba a dar tiempo, así que la dejé allí y me recosté en la sombra de un árbol. Un traqueteo metálico retumbó detrás de mí, acompañado de algunos quejidos y bostezos.

—¡Ni uno solo, te lo juro! ¡No siento mis pies! —exclamó una voz muy aguda, gritando como a quien no le preocupa ser escuchado—. ¿Tú dormiste algo?

—Emmm, quizá... —respondió otro. Su voz era grave y estiraba las palabras—. No lo... recuerdo.

—Bueno, yo alcancé a dormir un poco —confesó el de la voz chillona pasando a mi derecha, y su enorme compañero bostezó a mi izquierda. Me congelé en el acto aguantando la respiración, pero eso solo despertó mi resfriado.

—¡Achú!

—Friba —le deseó el de la voz chillona sin detenerse.

—Gracias —respondió su amigo sin darle importancia mientras pisaba los pedazos de madera en el suelo.

Desde atrás pude verlos mejor: corazas plateadas, hachas, cascos con cuernos, una coleta roja y botas de cuero; no eran monstruos sino caballeros, y por alguna razón, eso me pareció más emocionante.

—De todas maneras, ya estoy harto de esto —se quejó el de la coleta con su voz aguda—. ¡No lo soporto, ya no! ¡Juro que me volveré loco si paso otra noche sin dormir!

—«A jé, a jé» —lo apaciguó su amigo a mitad de un bostezo—. Mira, yo también estoy harto y... no es que me agrade la comida de aquí. Pero mira el lado bueno: no iremos a la guerra.

—¡Eso no me importa, Orbin! —le espetó el compañero—. Jir Vaedlla me va a escuchar, tiene que parar esta locura. Y si no le apetece, puede traer su sagrado trasero a la montaña a ver qué le parece. ¡Yo no pienso regresar a este infierno!

Eso fue lo último que escuché antes de que salieran del bosque. Mi cuerpo estaba congelado en el lugar y al mismo tiempo sentía un intenso deseo de seguirlos, pero un pensamiento me hizo espabilar para regresar con urgencia al refugio. Escapé tan rápido que olvidé el resto de la leña, y aunque tuve que taparme la nariz al entrar en la caverna porque cada vez olía más a pescado, no dejé que eso me distrajera y fui directo a buscar mi libro de Mafvir el Torcedor.

Mafvir era un héroe atrevido y musculoso que se dio a conocer por doblar el hocico de una familia de caimanes que se merendaron sus ovejas. Su hazaña se hizo tan famosa que el mismo rey solicitó su ayuda para deshacerse de un peligroso leviatán que se estaba zampando los barcos de suministros. Mafvir fue llevado hasta la recámara del líder por unos imponentes caballeros de «armaduras plateadas con formas de toro y otros animales». Sonreí intrigado, pero también angustiado. Más adelante en la historia Mafvir descubre que el leviatán no existe y en realidad eran los soldados del rey quienes interceptaban los cargamentos en el mar y escondían los barcos. Pero antes de poder informar al respecto, Mafvir fue traicionado por los caballeros y enviado muy lejos a trabajar como esclavo.

Pasé el día pensando en los diferentes tipos de caballeros. Estos parecían un grupo pequeño y, viéndolos de cerca, no lucían peligrosos... ¿Pero qué querían en la montaña? ¿Habían venido persiguiendo a algún fugitivo, o quizá buscaban las frutas de la verdosa cumbre? Y aquella mujer de mirada gélida... ¿Qué relación tenía con ellos? También pensé mucho en Preya, en dónde estaría y lo que seguro me diría: «no quiero que salgas». Esa solía ser su respuesta para todo, pero por alguna razón ya no estaba para cuidarme.

La pregunta más importante era «¿Qué harán si me encuentran?». El demente pescador había mencionado que los guardias me llevarían con ellos, lo que no sonaba nada mal pues me gustaba la idea de convertirme en caballero, pero primero debía asegurarme de que no fueran como aquellos que traicionaron a Mafvir; y si lo que intentaban era llegar a la cima, incluso podían ayudarme a localizar a Preya. Esa noche mientras masticaba un trozo de pescado decidí empezar por hacer un poco de espionaje.

A la luz del alba me armé de valor para visitar el bosque una vez más, eché un rápido vistazo a los alrededores y me puse a trabajar nervioso pero sin detenerme. Con una rama destruí la parte superior de un árbol hueco y escondí los trozos de madera que se desprendieron. Entonces moví una roca, me subí en ella, salté dentro del tronco con mucho cuidado de no romperlo, y presioné el dedo contra la corteza para abrir un hoyo de cada lado; quedé encorvado y muy apretado a pesar de ser muy delgado, pero había conseguido infiltrarme.

Aguardé en silencio, encorvado, cada vez más nervioso de que me descubrieran, y la respiración casi se me cortó cuando escuché los pasos acercándose.

—¡Silencio! —El de la coleta volvía a estar de mal humor—. ¡Tu voz me molesta, tus botas apestan, tu cara es muy fea!

—Ya, ya... —lo quiso calmar su compañero con los ojos casi cerrados—. Solo aguanta un poco más y dormiremos un poco.

—Esta vez sí, esta vez sí, Vaedlla tendrá que escucharme o no regreso.

—De nuevo con eso, Ferrión... Creo que tendrías más suerte hablando con el rey.

—¡Que te calles, gordo irritante! —explotó de nuevo con su tono chillón—. ¡Va a cancelar este sinsentido, ya verás! ¡No voy a dejarle otra opción!

Casi sentí lástima por el tal Ferrión. Pero fuera lo que fuera que quería lograr, no parecía haber tenido suerte, porque regresaba cada día prometiendo que sería el último y quejándose de todo lo que cruzaba su mente: el mundo, los otros guardias, su ropa, aparentemente todo lo volvía loco.

Esos días me hice una rutina: por la mañana escuchaba sus quejas, por la tarde intentaba capturar un pez en el río —que había recuperado su turbulencia—, y por las noches analizaba sus conversaciones mientras cenaba. Desafortunadamente la mayoría eran detalles inútiles como los nombres de sus familiares, los platillos que se les antojaban o múltiples quejas sobre un reino lejano. Pero entre tanto parloteo algo estaba claro: Más de veinte guardias estaban siendo obligados a pasar la noche en diferentes áreas de la montaña sin poder pegar un ojo. También extraje un nombre que se repetía constantemente en sus desahogos: Jir Vaedlla.

Pero tras varias jornadas, aún no tenía claro si eran peligrosos; el grande lucía temible y el de la coleta tenía un carácter fuerte, pero estaban siempre tan exhaustos que seguro me confundían con uno de ellos si me los topaba de frente. Pensé en Preya y exhalé un largo suspiro; mi reserva de truchas estaba por agotarse sin haber averiguado un solo indicio de lo que sucedía en la montaña, eso sin mencionar mi fracaso en el arte de la pesca. Entonces recordé mi encuentro con el anciano en el que mencionó algo sobre los guardias: ¡Quizá él podía saber algo! Pero antes se había puesto un poco agresivo, así que debía idear una manera segura de aproximarme.

Al día siguiente cuando llegó con su caña en la mano, yo lo estaba esperando de pie en medio del área de grava; su ropa estaba reluciente, tenía una caña de pescar nueva y un sombrero muy elegante. Venía acompañado de dos personas: un señor delgado de cuello largo, camisa blanca y pantalón abombado; y una chica de cabellera castaña, de mi edad o un poco más joven, que cargaba un palo largo y puntiagudo en la mano. El anciano intentó adelantarse al grupo en cuanto me reconoció.

—¡Alto! —grité con la mano levantada y todos se detuvieron, probablemente por curiosidad—. Antes... dijiste que viniera si tenía otra piedra.

—¡¿Tienes otra?! —El anciano casi dio un brinco de felicidad. Su acompañante lo observó con una ceja alzada, y de repente sus ojos se ensancharon como platos.

—¡Ebraél, viejo embustero, dijiste que se la sacaste a un pez gordo! ¡Este pez tiene piernas! —reclamó el sujeto asiendo al anciano por el cordel de su jubón. La chica no dejaba de observarme con preocupación.

—Cálmate, Cebreo —pidió el viejo alejando el cuello y levantando las palmas—. Tenía mucho estrés ese día y pensé que había imaginado todo el asunto del niño, sabes que sería incapaz de ocultarte nada. ¡Estoy tan sorprendido como tú! —aseguró estregándose los ojos. El hombre frunció el ceño.

—Emmm... ¿sí quieres la piedra, verdad? —intervine.

—¡Claro! —respondieron ambos, y el sujeto se volvió hacia el anciano—. Iremos a medias, Ebraél, si no quieres que los guardias se enteren de esto.

—De acuerdo, de acuerdo —accedió el Ebraél librándose de su agarre—. Aquí tengo otra canasta de pescado, muchacho —Cebrero lo miró con la boca abierta y las cejas levantadas—, acabamos de salarlos para que se conserven más. ¡Ahora muéstranos la piedra!

—La escondí en el río —dije—. Pero solo les diré dónde está si...

—Si te damos todo lo que tenemos y confiamos en que no escaparás corriendo, ¿verdad? —Un eufórico Ebraél comenzó a acercarse lentamente—. Por tu contextura sé que no te estás alimentando muy bien, y no puedes almorzar piedras, ¿verdad? Será mejor que nos lleves al lugar donde tienes las joyas o yo mismo te ahogaré en el río.

—Yo... yo... —Comencé a dar pasos atrás. El anciano se iba a arrojar sobre mí, me sentí débil y airado de que me amenazara de nuevo. Entonces se me ocurrió algo—. Conocí a los guardias. —De inmediato noté un cambio en el gesto del anciano, así que continué—. Bueno, a un par. Orbin y Ferrión, ¿los conoces? Me han estado hablando de su familia en Monte Perno y lo mala que es la comida de aquí. Creo que... podría comentarles de ti.

—E-espera —me rogó de repente el viejo Ebraél—. ¿Cómo es que... Bueno, está bien, de acuerdo. Confío en que tienes más piedras de esas... Pero nosotros no tenemos mucho, ¿qué otra cosa quieres? —preguntó arrojando la canasta cerca de mí.

—Eso. —Señalé a la chica y ella se alarmó—. Lo que tienes en la mano. ¿Es una lanza, verdad?

—Eh... Esto es u-un arpón —respondió sobándose el antebrazo—. Lo uso para pe-pescar, no es un...

—Lo quiero —dije de inmediato. La chica miró a su padre y este asintió, así que arrojó el arpón a mis pies con el rostro afligido—. Y... quiero una cosa más. ¿Qué saben sobre Jir Vaedlla?

El anciano se timbró, me observó receloso y botó el aire por la nariz. No dijo una palabra, pero Cebreo dio un paso al frente.

—¿Te refieres a los de Vaedlla de Pristina, no? Son una familia de nobles muy respetada. Hace poco el tal Jir se casó con la princesa, creo que ahora comanda un ejército del rey. Dicen que es alguien tímido pero muy apuesto... —entonces frunció ligeramente el ceño—. Pero no son cosas que le atañan a un niño. ¿Cuál es tu interés en...

—No importa —lo interrumpí levantando el arpón y la canasta sin quitar los ojos del anciano, que tenía los brazos cruzados como un niño regañado—. La piedra está detrás de esta roca a mi derecha, no me sigan —añadí empezando a correr.

Pero ellos se aventaron en mi dirección como unas gacelas hambrientas; Ebraél quiso seguirme, pero su compañero lo detuvo.

—¡Déjalo Ebraél, aquí está! ¡Tengo la esgamita! —escuché detrás de mí, pero no me detuve a mirar atrás.

Más tarde en la caverna me dejé caer sobre la tierra blanda con la respiración acelerada, el corazón agitado y un curioso ataque de risa. La verdad es que me sentía muy vivo, poderoso incluso, como los aventureros de las leyendas. Una vez más conseguí alimento por mi cuenta, sin contar el arpón y toda la información recolectada. Era un estado en el que lo bueno parecía diez veces mejor y lo malo diez veces peor, así que aunque me sentí capaz de cualquier cosa, me golpeó una preocupación tremenda: Preya. Sentí que no podía esperar más, era momento de encarar a los guardias. Hubiera preferido hacerlo en la mañana cuando estaban más débiles, pero tenía que aprovechar el ímpetu que me recorría el cuerpo en ese momento, así que llené mis pulmones, me puse de pie de un salto y fui directo a esconderme en el tronco de siempre.

Sin embargo, mi plan se arruinó al verlos llegar en una cuadrilla de quince soldados que me intimidaron de intimidado. Múltiples antorchas se detuvieron cerca de la entrada del bosque y un momento después comenzaron a desplegarse en varios grupos por diferentes direcciones; entre ellos vi pasar a Ferrión, el de la coleta. Abajo solo quedaron el hombre canoso de las flechas y la escalofriante dama a su lado.

—Solo dos... —lamentó la mujer, claramente exasperada—. ¿Por qué no pueden traerme solo dos, Cergal?

—La brecha es demasiado grande, mi señora. Si retrocediéramos un poco a esperar por...

—¡Calla! —ordenó ella con voz severa, colocando el relicario junto a su oreja. Asintió ligeramente un par de veces antes de volver a hablar—. No quise decirte esto con ellos presentes, pero necesito usar a un par de tus soldados. Estoy preparando algo interesante, pero no puedo mover los cántaros.

¡Necesitaban ayuda! Sentí que ese era el momento ideal para presentarme ofreciendo una mano, pero la conversación continuó un poco más:

—¿Usar? Mi señora... no se estará refiriendo a...

—Shhh... Siempre quieres hablar de más Cergal, como si tus palabras tuvieran valor. Olvídalo, te avisaré cuando requiera a tus hombres, ahora necesito otra cosa de ti —se inclinó hacia el arquero y le susurró algo al oído. Él alzó las cejas en un gesto de angustia.

—Pero... mi distinguida Vaedlla —Me sorprendí al escuchar el apellido, pero me entretuvo la expresión ansiosa del arquero—, no podemos rebajarnos a eso. ¿Qué diría su padre de...

— ¡Haz lo que te ordeno, Cergal! —insistió ella crujiendo los dientes. El sujeto miró nervioso hacia la montaña, después hacia atrás por encima de su hombro, y entonces con el rostro pálido me miró directamente a mí.

Mi primera reacción fue apartarme del pequeño agujero y contener el aliento. Levanté el mentón temiendo que alguno se asomara desde arriba, cuando justo por encima de mi nariz pasó volando una flecha, atravesando la corteza de un lado a otro. Mi corazón dio un vuelco, las palabras se me atascaron en la garganta; escuché de nuevo la vibración de la cuerda y una segunda flecha atravesó el tronco clavándose en mi pierna izquierda, justo por encima del tobillo. El impacto me hizo bramar un largo y tétrico aullido de dolor.
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Adrianhk



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MensajePublicado: Sab Jul 24, 2021 11:17 am    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Capítulo 4: Una vida más tranquila


Apoyé la espalda contra la corteza del tronco hasta que se quebró enviándome rodando hacia atrás, cuando otra flecha me rozó un hombro. Me levanté en un pie y escapé cojeando por el bosque sin mirar atrás; estaba oscuro, pero me conduje con destreza por un largo tramo dejando los pasos atrás. Aproveché para ocultarme detrás de un árbol grueso para recuperar el aliento y revisar mi herida; pero antes de que pudiera hacer nada percibí otro agudo silbido, un crujido seco, y la madera vibró detrás de mí. La flecha penetró el tronco por ambos lados y me perforó el hombro izquierdo, poniéndome de rodillas con un penoso alarido. Las heridas me ardían, me costaba respirar y comencé a toser sangre, cuando unos pasos metálicos resonaron desde más arriba; sospeché que mis gritos alertaron a los guardias, así que hice un esfuerzo para ponerme de pie y bajar cuanto antes.

Salí del bosque viendo en todas direcciones con la túnica ensangrentada y el corazón acelerado. Me dirigí a descender el risco, pero al apoyar el pie sobre una roca sentí una insoportable punzada en la pierna y caí tieso por la pendiente dando un fuerte bramido. Me arrastré sobre la grava consciente aunque adolorido, mi pierna se durmió y sentí un hormigueo en el hombro, al mismo tiempo que el ruido de las pisadas se incrementó a mis espaldas. Supe en ese momento que no podría llegar al refugio, así que me levanté baldado viendo el caudaloso río y con una enérgica embestida me arrojé en él.

Todo sucedió muy rápido: escuché fuertes clamidos pero en cuestión de segundos la turbulencia me alejó de los guardias. Fue revolcado como un muñeco de trapo, mis piernas no respondían, conseguí sacar la cabeza para tomar aire, cuando advertí que iba directo hacia una hilera de piedras picudas. Muchos no me creerán, pero tuve la impresión de que unos instantes antes de recibir el golpe fatal, el río se apiadó de mí y apaciguó la corriente.

—¡No lo pinches más! Creo que está abriendo un ojo —fue lo siguiente que escuché.

Con la visión aún borrosa discerní frente a mí a una mujer robusta como un tronco, pero de rasgos finos y piel muy tersa; tenía el cuerpo cubierto de collares y pulseras, y sujetaba una trucha inmensa en la mano. Entonces sentí un retortijón y solté un quejido.

—¡Por Almena! —exclamó aterrada—. ¿Qué hacemos, Valdo? ¿Llamamos a un guardia?

—Tendríamos que explicar por qué estábamos aquí —replicó una voz rasgada. Miré de reojo al hombre moreno, ligeramente canoso, con bigote de brocha, ropa holgada y un ojo morado—. Mejor dejémoslo aquí, Bisenia. Además de las flechas tiene la cabeza rota, ya debe haber perdido mucha sangre.

—Pobre criatura —se lamentó la mujer viéndome revolcarme en la tierra—. Pero Valdo... ¿Y si es una prueba de Almena? —el hombre volteó a verla intrigado—. Si dejamos morir al niño... ¿Oirá luego nuestras plegarias?

Él la observó por un momento rascándose un pómulo con el ceño fruncido, después me miró a mí y de nuevo a ella. Entonces guardó la carnada en su bolsillo y me levantó por los brazos.

—De acuerdo, pero que nadie nos vea, no quiero que nos culpen a nosotros si se muere más tarde. Y tú, muchacho —me habló metiendo sus brazos bajo mis sobacos—, necesitamos que guardes silencio.

Uno de los mayores desafíos de mi vida fue suprimir los alaridos de dolor todo el viaje a espaldas de Valdo a través de una serie de colinas lodosas, una ruta que la pareja eligió tomar para evitar el camino principal hacia un pueblito. Al llegar aprecié múltiples hileras de casas de leño de aspecto decadente: tejados despedazados, cortinas desgarradas, paredes torcidas y exteriores descoloridos. Cuando entramos unos soldados caminaron frente a nosotros por la calle del pueblo levantando sus antorchas, pero antes de que nos vieran, Bisenia asió a Valdo de la muñeca y lo guió por una calleja hacia un patio por donde nos escabullimos a las siguientes casas, hasta alcanzar un cercado de alambre y tablas añejas que protegía una pequeña cabaña.

Atravesamos el jardín marchito y entramos por la puerta trasera a una habitación oscura donde solo pude distinguir una fila de túnicas colgadas frente a una enorme ventana. De repente sonó un potente golpeteo del otro lado de la casa que sobresaltó a los Krenis.

—¿Quién puede ser tan temprano? —se cuestionó Bisenia mirando a su marido.

—¡Solo la guardia tocaría así! —murmuró exaltado Valdo al entrar al pasillo. Volvieron a batir la puerta—. ¡Intenta distraerlos mientras oculto al muchacho!

Bisenia corrió hacia la puerta principal mientras que Valdo me introdujo en una habitación y me sentó en el suelo. Adentro no había más que muebles desgastados y cajas de madera vacías; él metió la mano debajo de una vitrina, sacó una palanqueta de hierro oxidada y se estiró para clavarla justo entre una viga del techo y la solera. Los primeros rayos de sol atravesaron las hendiduras del tejado cuando empezó a palanquear para desprender el tablón de la pared.

—¡Cariño, el alcaide Felgan quiere verte! —llamó Bisenia desde la sala.

La tabla crujió al desprenderse. Valdo me arrastró por el boquete murmurando improperios, me dejó sobre el suelo rústico del armario secreto, se limpió la sangre con un trapo viejo y selló la pared de nuevo.

—¡Cariño, es urgente! —insistió su mujer—. ¡El alcaide quiere hacerte unas preguntas!

Escuché que chasqueó la lengua antes de irse por el pasillo. Quedé en un lugar oscuro con olor a cebada y óxido, me ardían las heridas y un soplo gélido me recorrió los huesos. Sentí la humedad en mi pierna y espalda, el aroma de la sangre penetró mi olfato y mis párpados se fueron cerrando solos; creí escuchar un altercado afuera antes de desmayarme.

Soñé que era un bebé sentado sobre un montículo de hojas verdes. De fondo una mano gigante y rugosa arrancaba de raíz los árboles infinitos uno por uno. Alrededor de mí ondulaba una víbora de dos cabezas: la primera serpenteaba por la tierra apartando las hojas caídas, la segunda cabeceaba en el aire mostrando los colmillos, al acecho de mis movimientos.

—Demasiado débil —clamó desde el cielo una voz dulce pero severa, resonando por encima del estruendo de los árboles—. Así jamás llegarás ante mí....

Al intentar responder noté que no podía hablar ni moverme del sitio. La serpiente sonrió con malicia abriendo sus fauces, solté un llanto, ella se impulsó hacia atrás y me saltó al cuello; pero un poderoso ruido la detuvo en el acto. El insoportable crepitar la hizo retorcerse frente a mí, soltó un chirrido lastimero y escapó arrastrándose entre los árboles; yo sentí que me iba a reventar un oído, la tierra debajo se volvió húmeda como si me estuviera bañado en un pozo, el agua siguió creció hasta que me cubrió por completo y no podía respirar. Entonces desperté agitado a la luz de una vela en manos de Bisenia.

—Debió ser una pesadilla —opinó Valdo a su lado; tenía un nuevo moretón en el rostro. Presionó un dedo cerca de mi talón y solo entonces me di cuenta de que tenía la herida vendada—. ¿Esto te duele?

—No —respondí con dificultad. Ya no sentía dolor; de hecho, ya no sentía la pierna—. Pero tengo mucho frío...

—Debe ser la fiebre —dijo Bisenia con una mano en la mejilla—. Necesita reposo, no un trapo mojado.

—Es normal, el prafmín está haciendo efecto. Tendrás el cuerpo friolento y entumecido por unos días. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Torva.

—Valjag, Torva —pronunciaron ambos al mismo tiempo—. Ah, significa un placer conocerte —aclaró el hombre—. Nosotros somos Bisenia y Valdo Krenis, venimos del norte. Dime, ¿quién te hizo eso? —Negué con la cabeza—. ¿No lo recuerdas? —Negué de nuevo y mi respiración se aceleró.

—Creo que ha sido suficiente —intervino la mujer—. Dejemos que descanse. Con el favor de Almena te recuperarás pronto.

La fiebre empeoró considerablemente antes de mejorar un poco. Bisenia me alimentó a base de sopas y garbanzos, me regaló una túnica vieja de su marido y me limpió usando un trapo mojado. Era una mujer dedicada y muy religiosa; de hecho, todo el tiempo estaba hablando sobre sus dioses.

—Almena es la diosa de los tiempos difíciles —me explicó una vez—. Se dice que el ejército de Ingrid viene en camino, así que le rezamos todos los días para que la guardia nos conceda un carruaje con el que regresar al norte; podrías acompañarnos, si quieres. Aún no hemos tenido suerte pero verás que se cumple, mi niño, porque mientras peor se está, más fuerte se escuchan tus plegarias. Podrías acompañarnos, si quieres; son tierras cálidas pero muy en contacto con las ánimas.

Sin embargo, Bisenia tenía un secreto desconcertante. La guardia empezó a inspeccionar las casas a los días de mi llegada, y con cada visita traían rumores sobre el avance de las tropas de Ingrid. Una noche Bisenia entró a mi habitación temblando y mirando hacia el pasillo de reojo, sacó una botella de su faja y se vació la mitad de un solo trago. Un minuto más tarde regresó por el pasillo tambaleando y repitiendo oraciones a Almena. A veces entraba al armario a sacar otra botella y me pedía que no dijera nada; pero lo fue haciendo con más frecuencia hasta que terminó hablando sola por toda la casa.

Valdo estaba consternado; ya tenía suficiente con las palizas que le propinaban en el trabajo y las que recibía más tarde en casa, para que su mujer mostrara indicios de locura. Me comentó que los guardias locales aborrecían a los norteños y solían agredirlo en el almacén del ejército donde trabajaba; por eso no le importaba meter las manos en sus cargamentos para robarles licor, medicina y otros suministros que iba acumulando en el armario clandestino. Era un hombre de fe, pero más racional que su mujer.

Pero una noche se comportó un poco extraño al llevarme un tazón con pescado y lechuga; tenía un vaso de cerámica en la mano del que iba dando sorbos mientras me explicaba algunos ritos de siembra del norte. Pero en algún punto cruzó los brazos y adoptó una expresión más seria de lo común.

—Escucha, Torva. Hoy unos jinetes me detuvieron para preguntarme por un niño delgado de cabello pardo. —Sentí un vuelco en el estómago—. Les dije que no sabía nada, pero... ¿Aún no recuerdas quién te hizo eso?

Dio un trago sin quitarme los ojos de encima. Me fijé en su pantalón viejo, aún lleno de tierra; después le devolví la mirada, tenía la cara magullada y un gesto cansado. Los Krenis no solo me rescataron, también me ofrecieron acompañarlos al norte, era momento de confiar en ellos.

—Creo que esa noche escuché algo que no debía —confesé con la mirada baja—. Algo extraño sobre el río y unos «cántaros», que ni siquiera sé lo que es. ¡Juro que no entiendo por qué me siguen buscando!

Valdo alzó las cejas, se llevó el vaso a los labios y se mantuvo así como en un trance. Entonces frunció el ceño, bajó el trago y me habló:

—No esperaba menos de esas ratas... Se pasan las leyes por las botas porque nadie les dice nada, pero ninguno se atrevió a ir a la guerra. La guerra... —Se perdió de nuevo en sus pensamientos dando otro sorbo—. Perdón, Torva. Hoy estoy un poco... cansado, sí. Es mejor que ambos vayamos a dormir, y aprovechemos para rezar porque Almena nos saque pronto de aquí.

—Claro, ya estoy aprendiendo el canto —comenté entusiasmado, pero Valdo se marchó sin decir nada.

Me fui a dormir con una sensación extraña. Los siguientes días noté un cambio en los Krenis: se intercambiaban susurros, comían apartados y no volvieron a visitarme para conversar. Yo aproveché las tardes para moverme por la habitación; habían pasado solo un par de semanas desde el incidente, pero aunque las heridas aún me incomodaban, me sentía mejor cada día. Sin embargo, las noticias sobre la inminente guerra elevaron la tensión en la casa: Bisenia tenía conversaciones solitarias por el pasillo y Valdo esquivaba toda oportunidad de hablarme.

Recuerdo la humedad aquella noche en que desperté acalorado; la casa estaba oscura, pero escuché algunos susurros de fondo. Me moví al pasillo en cuclillas y me asomé a la sala iluminada por la tenue luz de una vela: Valdo y Bisenia estaban en la mesa tomados de manos frente a un señor alto y de barba espesa, que llevaba una larga capa blanca y los observaba con vanidad.

—Se alertará si entramos ahora —murmuró Bisenia desde la penumbra—, creo que ya sospecha algo. Pero le aseguro que es él, señor Alcaide.

—Me fiaré de su palabra —respondió el hombre ajustándose el cinturón—. ¿Puedo confiar en que lo tengan vigilado hasta que traiga a mis hombres?

—¡Por supuesto! —le aseguró Valdo—. Solo le pido que una vez tengan al muchacho, por favor, no se olvide del carruaje que nos prometió.

El alcaide les lanzó una mirada repulsiva, como si los Krenis le dieran asco.

—Ocultaron a un prófugo por dos semanas, ¿cómo se atreven a pedir recompensa? —los reprendió abriendo la puerta, pero se detuvo un momento—. Bueno, si realmente es el chico que buscamos, puedo hacerles un hueco en algún cargamento.

—¡Que Almena se lo pague, mi señor! —agradecieron con un resplandor en el rostro, y Bisenia descorchó una botella sobre la mesa.

Me escapé por la ventana del jardín para evitar el crujido de la puerta, aunque las plantas secas chascaban bajo mis pies. Me fui cojeando sobre las lomas áridas de vuelta al río, pero me detuve a mitad de camino tras avistar a un grupo de pescadores dialogando con un par de guardias; de repente, entre ellos, un par de ojos se clavaron en mí. Me quedé inmóvil por unos segundos: era la chica tímida de rizos castaños que me había entregado el arpón. Ella me observó con los párpados excesivamente abiertos, se giró a ver a los guardias, y entonces me hizo una sutil señal con la cabeza. Un segundo después se desplomó en el suelo acaparando la atención de todos.

Aproveché la oportunidad para escabullirme por la ladera y fui directo al río. Me ceñí al borde del terreno elevado que poco a poco se fue convirtiendo en un risco y llegué a la gruta recuperando el aliento; casi vomito al mover la piedra. Tuve que arrojar al río la canasta con truchas que se habían podrido durante mi ausencia; lo que fue desgarrador teniendo tanta hambre, pero ya sabía bien que en esta vida a veces toca acostarse sin comer.

Por otra parte, aunque muchos pensarían que ya estaba acostumbrado a estar solo, la traición de los Krenis me afectó profundamente. Hasta entonces no conocía muchas personas, pero estaba descubriendo por las malas que no podía fiarme de nadie; solo de Preya. Me pregunté dónde estaría en ese momento...

La mañana siguiente desperté demasiado hambriento como para hacer algo que no fuera buscar comida, así que me lavé, usé mi manta como un turbante y abandoné la cueva con mi arpón y una piedra roja escondida en mi túnica, en caso de que tuviera que hacer un intercambio. Pero me sorprendió que todo el camino del río estaba repleto de alegres pescadores, mesas improvisadas y fogatas donde cocinaban pescado y algo de carne; compartían bebidas y algunos bailaban al ritmo de los cantos.

Me temblaron las piernas; nunca había visto algo parecido. Apresuré el paso con la vista baja e incluso dejé atrás el sitio de pesca usual, donde unas chicas me vieron con recelo. Caminé alejándome del bullicio hasta que llegué a un área solitaria y calmada. Temí que los Krenis pudieran encontrarme allí, pero el rugir del estómago me motivó a quedarme. Por varias horas arrojé el arpón y me sumergí a buscarlo una y otra vez, sin tener suerte. Sin embargo, pasado el mediodía alguien se acercó por detrás.

—Es imposible esconder ese cuerpo enclenque —Al girarme vi al anciano Ebraél acercándose con un bolso en la mano. Levanté el arpón y lo apunté a su ombligo; él dio un salto hacia atrás.

—¡Ey, baja eso, mocoso! Vengo a ayudarte.

—Lárgate, pescador —le espeté—. No me quedan más piedras.

Pude ver la desilusión en sus ojos antes de dar un largo suspiro.

—Por lo menos escucha lo que tengo que decir —me pidió—. Mi nieta me comentó que anoche te vio cojeando cerca del río. Se preocupó de que estuvieras herido y estuvl toda la noche acusándome de esto y lo otro... En fin, dijo que no se iría si no te enseñaba a pescar, y aquí me tienes.

Recordé de inmediato a la chica: claramente me había salvado, aunque no entendía por qué. Sin embargo, ya me habían vendido antes.

—¿Por qué debería confiar en ti? —apreté la madera del arpón y avancé, pero él retrocedió al mismo ritmo.

—¡Cuidado donde apuntas eso, mocoso! ¿Qué no quieres mi ayuda? La guerra estallará en cualquier momento, todos están abandonando el pueblo y estos están celebrando el último día de pesca antes de partir. ¿Lo ves? No quedará nadie que te enseñe a pescar ni a quien comprarle pescado.

—No los necesito —declaré frunciendo el ceño y avanzando hacia él—. Una vez me dijiste que si los guardias me encontraban me enviarían a la guerra. Me ofreceré yo mismo para ir a la guerra y me convertiré en un héroe al que no le falte nada.

—¿Un héroe? —Ebraél golpeó una piedra con la espalda; tuvo un momento de pánico, pero su alivio fue notable cuando también me detuve—. De acuerdo, te entiendo, muchacho. Pero hoy tendrás que comer, ¿no? —Limpió el sudor de su frente con el antebrazo—. Si quisiera entregarte a la guardia, ¿no crees que habría venido acompañado? Pero sabes que detesto a esos usureros. Y ya no te quedan piedritas de esas, por lo que no tengo razones para hacerte daño.

Examiné al anciano con atención: había ganado peso y vestía ropa más gruesa y colorida, aunque su rostro arrugado y mañoso seguía igual que siempre. Me acerqué un poco más dispuesto a pedirle que se marchara, cuando mis tripas rugieron como un animal molesto y perdí vigor en los brazos; si no comía algo pronto no me aceptarían en ningún pelotón, por mucha ayuda que necesiten.

—Enséñame entonces —accedí ofreciéndole mi arpón—. Pero te estoy vigilando, pescador.

—¡Cuánto drama últimamente! —bromeó él tomando el arma—. Mira, te faltó llevarte una parte escencial —Metió la mano en su bolso y sacó una cuerda, la ató a un extremo del arpón y se movió hacia el borde del río—. Atento a cómo lo hago.

Me senté en una piedra apartada. El anciano echó un breve vistazo al río, levantó el arpón por encima de su hombro y, en un veloz movimiento de muñeca, el asta se deslizó de su mano y penetró disparada en el agua; de inmediato jaló la cuerda y en la punta agonizaban un par de truchas bañadas en sangre.

—¡Demonios, voy a extrañar este lugar! —vociferó triunfante—. ¿Ves lo fácil que es, mocoso? Prueba con las dos manos: con la izquierda diriges la punta y empujas con la derecha. Todo es cuestión de sentirlo y actuar, chiquillo. ¡Sentirlo y actuar!

—Sentirlo y actuar... —repetí motivado poniéndome de pie.

Primero practiqué el movimiento en el aire. Ebraél me criticó duramente, pero terminé encontrando una pose en la que mis heridas no me incomodaban, y cuando por fin realicé mi primer lanzamiento, se le escapó un cumplido. Pero pese a lo rápido que aprendí, el sol se ocultó sin que lograra empalar una sola trucha.

—Es que ya no los veo —me excusé apenado tras otro intento fallido—. Tal vez deba probar mañana, cuando haya luz y...

—La luz no va a cambiar nada —me cortó Ebraél con una expresión seria—. Tampoco podrás aunque practiques, ¿sabes la razón? —se levantó frunciendo el ceño y las arrugas marcadas—: No quieres herir a los peces.

—¿De qué hablas? Me estoy muriendo de hambre, claro que... ¡Ey, aparta! —El anciano siguió avanzando con un aura siniestra. De inmediato levanté el arpón apuntándole al pecho; él se detuvo a unos dedos de la cuchilla, pero lejos de intimidarse, sujetó la sujetó por el asta y de un tirón me la arrebató de las manos. Caí sentado en la grava con el cuerpo tembloroso y observando su mirada soberbia, como si le diera lástima.

—¿Lo entiendes ahora, mocoso? Eres un blando, desde lo más profundo de tu ser. Admito que te sobran agallas, sí, pero eres... inofensivo. ¿Y quieres ir a la guerra? —Soltó una amarga carcajada—. No me hagas reír.

De repente me vino un pensamiento: cada uno de los héroes que tanto admiraba se convirtió en leyenda usando la violencia. Comparado con ellos, yo solo era un chico desnutrido y sin malicia que se paralizaba cada vez que sentía el peligro.

—No digo esto para herirte, muchacho —El anciano se agachó a mi altura—. Unos pocos saborean la gloria, pero la mayoría terminan rebanados o torturados. ¿Qué hay de bueno en ser un guerrero?

Bajé la cara avergonzado, porque había empezado a pensar como él: solo la idea de pelear me revolvía el estómago, y habría sido feliz de no ver a un guardia o un arquero de nuevo en mi vida. Finalmente pude sincerarme conmigo mismo: todo lo que hice desde la última vez que vi a Preya fue por el mismo motivo. Entonces rompí a llorar.

—No quiero ser un héroe —le confesé entre sollozos—. Todo lo que quiero es dejar de estar solo. Y tengo miedo, porque la guerra se acerca y no sé qué hacer. Ya no sé qué hacer...

La sombra de Ebraél me cubrió por completo al ponerse de pie.

—Eres un chico sin suerte, pero con determinación. Escucha... la vida en los campos no es fácil ni bonita, pero siempre se puede trabajar duro para seguir adelante —Entonces me quitó la manta de la cabeza—. Yo puedo ofrecerte una vida así, de esfuerzo, claro, pero más tranquila.

Levanté el mentón con el ceño fruncido; mis emociones eran una mezcla de confusión e inseguridad.

—No entiendo. ¿Una vida más...? ¿Me estás invitando a ir contigo?

—No te confundas, mocoso, no fue mi idea —aseguró desviando la mirada—. Cebreo me lo propuso esta mañana antes de irse y... la verdad no me vendría mal una mano en la siembra. Tengo una casa en el campo a las afueras de un reino, es humilde, pero nunca estarás solo. Y es mejor que salir a matarse por un pedazo de tierra, ¿no crees?

Una serie de imágenes atravesaron mi mente: noches frías en la solitaria caverna, sangre en mis manos, la figura de los guardias con sus hachas, flechas volando por el bosque, y una guerra que arrasaría con todo como un torbellino. Una presencia protectora se alejaba como si no quisiera ser alcanzada. ¿Una vida más tranquila sería posible para alguien como yo?

—Llévame contigo, por favor —le pedí limpiando mis lágrimas. Ebraél me tendió la mano sonriendo.

El firmamento brillaba glorioso en el silencio nocturno y su luz iluminaba el cerro encharcado por el que seguí al anciano, pasando por curvas y un empinado descenso pedregoso hasta llegar al punto donde el sendero conectaba con otro camino de tierra, más amplio y aplanado. Ebraél miró hacia ambos lados, chasqueó la lengua y se sentó en la tierra.

—Aún no llega. Este es un truco de aventurero, Torva —me reveló orgulloso—. Si esperamos el carruaje de este lado, solo le pagamos un cuarto de los impuestos al carrero. —Soltó una risita seca mostrándome una reluciente moneda—. Con esto que nos ahorramos, el viaje nos sale gratis.

—Nunca había visto una moneda —comenté desganado, aunque sin saber por qué; era como un pesado nudo en la garganta. Examiné el paisaje con la misma actitud afligida, cuando algo llamó mi atención en el horizonte—. ¿Y qué es eso de allí?

El anciano entornó los ojos concentrando la vista en las siluetas dispares.

—Hmm... Diría que un bosque de pinos, o algo así —respondió, pero al ver con más detenimiento pareció notar, al igual que yo, que aquello se estaba moviendo. Sus ojos se abrieron como dos lunas y se puso de pie de un salto—. ¡Por los picos de Ergos, ya están aquí!

A pesar de la luz nocturna, estaban demasiado lejos para discernirlos, pero tenía que ser un ejército impresionante para ocupar toda la línea del horizonte. De repente mi corazón se aceleró y me empecé a ahogar, como si el aire no tuviera efecto en mí.

—Son los mastodontes de Ingrid —comentó Ebraél sin notar mi respiración forzada—. He escuchado que están locos y experimentan con sus prisioneros. No solo con personas, también con... ¡Ah mira, ahí viene el carruaje!

A nuestra izquierda apareció un carruaje mediano conducido por un guardia joven, aunque envejecido por su exagerada expresión de angustia. Puso los caballos al paso junto a nosotros y se acercó al borde del pescante;.

—¡Después hacemos cuentas! —le gritó a Ebraél—. ¡Suban antes de que lleguen, o quedaremos atrapados!

Cojeando y ahogado, seguí el ritmo lento de los caballos. Ebraél corrió a guardar su bolso bajo la gualdrapa y se subió al carro. Entonces estiró la mano para ayudarme a montar, pero no se la di; intentó sujetarme, pero lo esquivé. Entonces metí la mano en mi túnica y arrojé mi piedra roja a sus pies; solo entonces pude volver a respirar, y lo entendí todo.

—Gracias por todo, pescador —dije jadeando—. Lo siento, pero no puedo ir contigo. Hay algo que debo hacer primero.

Un tirón en el pie me hizo detenerme justo cuando los caballos aceleraron el trote. Ebraél maldijo desconcertado, pero se le pasó muy rápido, porque un momento dio un profundo suspiro.

—¡Demonios! ¡Tienes agallas, mocoso! —Tuvo que elevar la voz a medida que crecía la distancia entre nosotros—. ¡Si sobrevives, búscame en los campos de Médalos! ¡Te enseñaré a sembrar!

Me fascinó lo rápido que se alejó; nunca había visto un carruaje fuera de un pergamino. Me despedí agitando la mano hasta que se convirtieron en una mancha lejana, y enseguida sentí un escalofrío; todo sería más difícil sin el anciano, pero sin importar lo que me esperase, no podía marcharme sin saber lo que pasó con Preya. Me di la vuelta y regresé por el sendero al cauce, con la vista puesta en la temible montaña y sus difusas nubes grises.

A veces me pregunto si el mundo sería diferente de haberme subido a ese carruaje.
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