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El pequeño Pataxú, Tristan Derème

Historia de las mujeres
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momper



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MensajePublicado: Vie Mar 18, 2022 4:16 am    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

The Clerical Wife: Medieval Perceptions of Women During the Eleventh‐ and Twelfth‐Century Church Reforms, de Cara Kaser, de la Universidad Estatal de Portland.

Durante casi un milenio, desde el inicio mismo de la cristiandad, los miembros del clero pudieron compartir su vida con una esposa. Aunque el Concilio de Nicea de 325 les prohibió «vivir con cualquier mujer que no sea su madre, hermana o tía», parece que este canon no fue acatado. En siguientes concilios, a medida que las autoridades eclesiásticas conformaban la doctrina y la práctica cristianas, se insistió sin éxito en que los clérigos practicaran la abstinencia sexual aunque estuvieran casados al ordenarse, y se prohibió el matrimonio a quienes quisieran tomar los votos religiosos. En el concilio lateranense de 1059 se involucró a los fieles en el castigo a los desobedientes: prohibió «escuchar misa de un sacerdote si se tiene la certeza de que mantiene una concubina o vive con una mujer». Un nuevo concilio romano en 1074, presidido por el papa Gregorio VII, insistía en el ostracismo de los religiosos que no observaran el celibato: «The people shall refuse to receive their ministrations, in order that those who disregard the love of God and the dignity of their office may be brought to their senses through feeling the shame of the world and the reproof of the people». En los concilios posteriores, de nuevo se prohibió al clero convivir con otras mujeres que no fueran la madre, hermana, tía o, acaso, otra mujer sobre la que ninguna suspicacia pudiera albergarse; y se siguió exhortando a los fieles a no asistir a misas celebradas por quienes conservaran a sus esposas o concubinas, o frecuentaran burdeles; y para los miembros de alto rango de la Iglesia que no acataran la norma se decretó la pérdida del cargo y de cualquier beneficio eclesiástico. Del celo reformista también se hicieron eco los gobernantes seculares, como el duque Guillermo de Normandía, quien en 1080 «criticó a sus obispos por no imponer el celibato y advirtió que debían dejar de recaudar el cullagium, el impuesto que pagaban los sacerdotes casados para poder vivir con sus esposas» (Anne Llewellyn Barstow, Married Priests and the Reforming Papacy: The Eleventh Century Debates).

The image of the medieval priest changed from that of quasi-layman to exclusive mediator between God and man. Because priests provided such a sacred part of Christian ritual, they should therefore not dabble in banal lay behavior. Instead, the priest should be recognized among other men as purified from sin. This growing notion of ritual and purity prompted church officials to reconsider earlier decrees that stated that married priests could legally be ordained, but once ordained had to refrain from sexual intercourse with their wives. Instead, stricter legislation surrounding the sexual practices of clergy continued to evolve throughout the tenth, eleventh, and twelfth centuries.

La imagen de la mujer durante siglos estuvo enraizada en el concepto del pecado original: era una Eva tentadora impulsada por su deseo sexual, «una fuente de desorden en la sociedad, [que] atraía a los hombres al ámbito material del pecado» (Sharon Farmer, Persuasive Voices: Clerical Images of Medieval Wives, en la revista Speculum, 1986). La mujer encarnaba el aspecto más físico de la naturaleza humana, por oposición a la racionalidad que representaba el hombre: para los médicos medievales, el deseo sexual era predominante en ella «even when pregnant because their psychological faculties retain the pleasurable effects» (citado en Five Discourses on Desire: Sexuality and Gender in Northern France around 1200, de John Wesley Baldwin, en Speculum, 1991); además, le atribuían su propia ‘simiente’ en el acto sexual y hablaban de duplex delectatio, el ‘doble placer’ que obtenía de emitir y recibir la simiente. La literatura misógina de la época consideraba que era esencialmente luxuriosa, pues su libido no podía ser satisfecha.
To those who promoted the agendas of the eleventh and twelfth century church reforms the cleric’s wife embodied those things which inhibited the process of man reaching the holy: lust, defilement, worldliness, and temptation. [However], her presence as an important component of the controversy surrounding the heightened enforcement of clerical celibacy throughout the eleventh and twelfth centuries —and beyond— was not prominent in the writings of popes, reformers, or the medieval laity... Ecclesiastical canons, decrees, letters, and ‘vitae’ sharply point to her regular absence... and it is her absence in these texts that speak strongly to her position as significant in medieval society... her presence permeates the words of church reformers like an unspoken taboo. Era una figura que no encajaba ni en el ideal monástico ni en la mera piedad laica; a caballo entre el mundo de la temporalidad y el de lo sagrado, desafiaba las concepciones de la Iglesia sobre la mujer y planteaba una nueva figura religiosa que cuestionaba su jerarquía masculina. Con todo, en la Alta Edad Media son pocas las noticias, en cartas y otros escritos, sobre conflictos entre parroquianos y sus curas por estar estos casados.

El propósito de imponer un estricto cumplimiento del voto de castidad encontró una fuerte resistencia, pues se pretendió que incluso cesara la relación de los religiosos con sus esposas e hijos, so pena de excomunión. El monje benedictino Orderico Vital (1075-ca. 1142) da cuenta en su Historia Ecclesiastica de algunos episodios violentos a que dio pie tal rigor: el arzobispo de Ruan fue apedreado por sus clérigos cuando, en el concilio celebrado allí en 1072, intentó imponer los cánones referidos al celibato; en 1119, también en Ruan, el arzobispo reunió a su clero a la vuelta de un concilio en Reims y lo conminó a cumplir la legislación papal sobre la castidad; el rechazo con que se recibió esta exigencia llevó a la detención arbitraria de uno de los portavoces de los clérigos (Alberto, el Elocuente) y a que el arzobispo enviara a sus criados para doblegarlos: «[the retainers] rushed straight into the church with staffs and weapons and began to lay about them irreverently in the throng of clergy who were talking together. Some of the clergy, still clad in their albs, rushed through the muddy lanes of the city to their lodgings; others, however, snatching up any staffs or stones they happened to find there tried to fight back and, driving the wavering guard right back to the archbishop’s private apartment, pursued them violently. The retainers, ashamed at having fled defeated before a band of unarmed clergy, grew angry and immediately enlisted the help of the cooks and bakers and attendants who were at hand, and retaliated by sacrilegiously renewing battle in the holy sanctuary. They struck or jostled or injured in some other way all, innocent or guilty, whom they could find in church and cemetery». En 1074 cuando el obispo de París, Godefroy de Boulogne, les dijo a sus sacerdotes que debían abandonar a sus esposas e hijos, estos lo expulsaron de la iglesia entre golpes y burlas, y lo obligaron a refugiarse con la familia real. Tres años después, Gregorio VII lo informó de que «the citizens of Cambrai have delivered a man to the flames because he had ventured to say that simoniacs and fornicating priests ought not to celebrate masses and that their ministration ought in no way to be accepted» (The Register of Pope Gregory VII, 1075-1085: An English Translation, de Herbert Edward John Cowdrey). Geoffrey Grossus, un monje de la abadía de la Santísima Trinidad de Tiron que escribió la Vita de su fundador, cuenta que cuando san Bernardo de Tiron predicó a una asamblea de sacerdotes en Normandía que no se casaran ni copularan con sus esposas, éstas se reunieron «con sus aliados para boicotearlo», mientras ellos planearon emboscarlo para detener su predicación.

Fuera de las expresiones violentas, hubo quien expuso por escrito su disconformidad o se desahogó en cartas o poemas. Un obispo Ulrico (tal vez de Imola) advirtió al papa Nicolás II por carta en 1060 del resultado de prohibir a los sacerdotes casarse: «[they] do not hesitate to make use of other men’s wives (we weep to tell it), and rage in unspeakable evils». Sostenía que se habían tergiversado los pasajes bíblicos con los que se quería justificar el celibato, en especial ‘1 Corintios 7:2’, en el que el Concilio de Chelsea en 787 insertó la palabra ‘laico’: «But because of the temptation to immorality, each man should have his own wife and each woman her own husband»; quienes entonces insistían en una estricta castidad sacerdotal —decía— no habían entendido correctamente las Sagradas Escrituras, pues habían «presionado su pecho tan fuertemente que han bebido sangre en lugar de leche». Hay quien atribuye la carta al obispo Ulrico de Augsburgo, muerto en 973, en lo que sería un interesado hallazgo póstumo, dada su autoridad moral; como sea, el texto fue formalmente condenado en el Sínodo de Roma de 1079. Para los reformadores, recibir la comunión de un sacerdote contaminado por la sexualidad femenina era poner la salvación en juego. El benedictino Pietro Damiani (1007-1072), austero precursor de la reforma gregoriana, se dirige en una de sus Lettere a los sacerdotes que rechazaban el celibato: «What business have you to handle the body of Christ, when by wallowing in the allurements of the flesh you have become a member of antichrist?... Since you burn with this passionate desire, how can you be so bold, how can you dare approach the sacred altar?». Damiani les recordaba que sus parroquianas eran sus «hijas espirituales», por lo que casarse o amancebarse con ellas equivalía al incesto.
Ya en el s. XII, el autor conocido como ‘Anónimo de York’ (quizá un noble normando de nombre Gherardo, consejero de tres reyes ingleses y arzobispo de York entre 1100 y 1108) insistía en la legitimidad bíblica del matrimonio sacerdotal: «The apostle laid it down that “a bishop should be the husband of one wife”. He would hardly have made this ruling... if it were adultery, as some assert, for a bishop to have at one time both a wife and a church – two wives, so to speak... For Holy Church is not the priest’s wife, not ‘his’ bride, but Christ’s». Un poema anónimo escrito poco después del Cuarto Concilio Lateranense (1215) abundaba en el peligro de negar el amor carnal a los sacerdotes: Priests who lack a girl to cherish... will take whom’er they find / Married, single – never mind! Este temor se refleja en los fabliaux del s. XII y principios del XIII, donde se encuentran muchas historias sobre curas lascivos que hacen lo que sea por tener relaciones sexuales, desde aprovecharse sin miramientos de la pobreza de las parroquianas a concebir añagazas para seducir a las mujeres deseadas; a veces para pagar caro su atrevimiento, en forma de castración o muerte a manos del marido. «Clearly the ecclesiastics enjoyed the least favor among the 'fabliaux' authors... [perhaps] due to the authors’ resentment at harsh treatment of assumed heretics in northern France during the thirteenth century by church officials... such a view would, of course, imply that the 'fabliaux' are more than entertainment and that they satirize with the intent of reforming abusive conditions» (John DuVal y Raymond Eichmann, Cuckolds, Clerics, & Countrymen: Medieval French Fabliaux).

Pero la Iglesia tenía sus razones... Los clérigos que procreaban empleaban en su familia parte de los diezmos y presentes que recibían, con lo que sustraían recursos a su parroquia o sede (how did this affect the view of the local Christian community who faithfully gave tithes, alms, and gifts to the church, but which were diverted to sustain a priest’s family?); la propaganda de los reformadores exponía los lujos que se permitían las esposas o concubinas de sacerdotes, vestidas y enjoyadas a expensas de la parroquia. Por otra parte, en algunas regiones de Europa era frecuente —casi la norma— desde hacía siglos que estas familias formaran dinastías sacerdotales que, por su mera existencia, desafiaban el poder de la jerarquía eclesial y su control de las propiedades de la Iglesia; en consecuencia, el Segundo Concilio Laterano (o ‘de Letrán’, 1139) prohibió apropiarse de los oficios eclesiásticos en virtud de un supuesto derecho hereditario. Un siglo antes, el concilio de Bourges de 1031 había prohibido la entrada en las órdenes religiosas de los hijos de clérigos, así como casarse con las hijas; se los consideraba nacidos de una unión ilegítima y, por tanto, y conforme a la ley secular (que reflejaba el concepto eclesiástico de ilegitimidad), no podían heredar ni dar testimonio legal. La Iglesia incluso debatió esclavizarlos a ellos y a sus madres (!). Mientras los sacerdotes que desobedecían la legislación eclesial recibían a menudo penas menores —si no eran meramente amenazados—, se presentaba a sus esposas como las auténticas transgresoras; pese a lo cual, todavía durante los siglos XI y XII formaron parte de las comunidades cristianas.
Desde la Antigüedad estas mujeres adquirían un estatus especial al ordenarse sus maridos, se las llamaba presbyteria o sacerdotissa, y en algunos ritos recibían un atuendo distintivo y una bendición especial; hay indicios de que eran investidas con el oficio de diaconesa, «it seems safe to assume that many of subsidiary and nonsacramental administrative functions must have fallen on the marital partners of clergymen» (Jo Ann McNamara, Chaste Marriage and Clerical Celibacy, en Sexual Practices and the Medieval Church). En la Iglesia galo-romana, se les requería su propio voto de castidad, la conversio. «One council involved the priests’ wives so deeply with their husbands’ commitments that they forbade priests’ widows to marry again. This was accompanied by a more enforceable vow to occupy separate chambers» (Jo Ann McNamara).
En los s. III, IV y V, los cristianos se reunían todavía en casas de correligionarios; el pastor y su esposa no vivían de su trabajo en la congregación y, por tanto, compartían las vicisitudes de la vida de sus miembros; debían constituir, eso sí, un modelo de vida matrimonial y familiar. The ritual of the sacrament and the mystery of transubstantiation had not yet fully gained the renown and sacredness it would later receive and therefore did not yet need the sacred and pure hands of a consecrated and chaste priest. «The village priests and minor clergy were usually married persons, who still slept with their wives [and]... were subjected to the same restraints as were the laity» (Peter Brown, ‘The Body and Society: Men, Women and Sexual Renunciation in Early Christianity’). Therefore, married clerical couples were not exempt from the impositions of the church into the sexual lives of its members and had to abide by the same proscriptions as that of lay couples. According to the penitentials, couples could not engage in sexual intercourse if they were not married, if the woman was menstruating, pregnant, or nursing, if it was during Lent, Advent, Whitsun, or Easter week, or on a feast day, fast day, Sunday, Wednesday, Friday, or Saturday, and also if it was daylight, if the couple was naked or in a church, and if the couple did not want a child.
Del s. VI en adelante, en los cánones conciliares y otros escritos, a los clérigos sexualmente activos se les acusará de perturbar la ‘paz de la Iglesia’. Cuando llegue el espíritu reformista de mediados del s. XI, el mencionado Pietro Damiani popularizará los términos «puta» y «ramera» para referirse a las esposas de sacerdotes, así como el de ‘nicolaísmo’ (referencia a una oscura secta del s. I) para unos matrimonios que consideraba «herejía». «Women who had married clerics in good faith, women who were often themselves daughters or granddaughters of priests or bishops, found themselves shorn of social position, driven from their homes, their marriages denounced as immoral from the pulpits, their honor ruined, their families broken, and their commitment to husband and children denounced as scurrilous and sinful» (James A. Brundage, Law, Sex, and Christian Society in Medieval Europe).

¿Qué fue de estas esposas que se separaron de sus maridos a la fuerza o por obediencia o por miedo a que ellos perdieran su lugar en la Iglesia? En Brundage leemos que las que fueron expulsadas de Hamburgo por el obispo Libentius, poco después del sínodo de Pavia del 1022, se reasentaron en las villas cercanas, donde sus maridos las visitaban regularmente. En otros casos, hubo quienes se separaron para siempre de sus cónyuges, a veces para ingresar en congregaciones religiosas femeninas y convertirse quizá en un factor del auge entonces de la vida conventual; también hubo —parece ser— casos de amancebamiento con otros clérigos: in his biography of Robert of Arbrissel [predicador itinerante fundador de la abadía de Fontevraud], Baudri of Dol reported how Robert did not refuse «unchaste women, concubines, lepers, and the helpless», from joining his community at Fontevraud. According to Bruce L. Venarde, Baudri uses the adjectival form of the word «incestas» to describe «unchaste women», apparently referring to the incestuous relationships of former clerical wives.

Was the clerical wife a “new” religious vocation as yet unseen by modern historians? Were these women who sought intimate relationships with priests and other clerics seeking an alternative avenue to express their own spirituality? Perhaps a spiritual life that was not adorned with narrow rules such as those followed by monastic women, nor a life strictly demarcated by marriage and motherhood? Perhaps the intentions of the medieval clerical wives were to seek lives in which sacred and secular activities could be blended, and one in which the perimeters of femaleness and womanhood, as defined by the church, could be broken.
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