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El pequeño Pataxú, Tristan Derème

Cuentos del lejano norte, de Thierry Mallet

 
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Decimus



Registrado: 20 Dic 2021
Mensajes: 3

MensajePublicado: Mar Jun 28, 2022 11:57 am    Tí­tulo del mensaje: Cuentos del lejano norte, de Thierry Mallet Responder citando





Thierry Mallet trabajaba para Revillon Frères, una conocida compañía francesa de peletería y artículos de lujo. En 1903, la empresa decidió crear en Canadá una red de puestos de compraventa de pieles para competir con la Hudson´s Bay Company, su principal competidora.

Durante veinte años, Thierry Mallet inspeccionó los puestos comerciales de la compañía en las afueras de la civilización en el norte de Canadá. Muchos de esos puestos estaban situados en lugares donde vivían los pueblos inuit de Nunavik, en el norte de Quebec.

Este libro es una colección de anécdotas, recuerdos y aventuras en esos lugares remotos. Animales, niños, mujeres, hombres y la propia naturaleza salvaje son los protagonistas de este insólito, emotivo y sorprendente conjunto de cincuenta relatos cortos.


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En la civilización



Conozco cientos de indios que viven tan al norte que nunca en su vida han visto un vehículo de motor, el ferrocarril, la luz eléctrica o un barco de vapor.
Hace unos años, uno de nuestros mejores cazadores nativos nos pidió, como un gran favor, que le permitiéramos viajar en una de las canoas con el correo que nuestro comerciante envía dos veces al año al pueblo más cercano, a cuatrocientas millas de distancia.
El hombre nunca había estado allí y tenía muchas ganas de ver la tierra del hombre blanco. Cuando llegó a la ciudad fronteriza al comienzo de la línea de ferrocarril, no mostró ninguna sorpresa. Inspeccionó minuciosamente todo lo que había que ver y mantuvo la boca obstinadamente cerrada. Al cabo de un tiempo, sabiendo que las canoas no podrían partir antes de una semana, el indio pidió permiso para ir a Montreal con el empleado del correo. Este último, que lo conocía bien y hablaba con fluidez la lengua cree, se comprometió a cuidar de él. Viajó durante dos días y dos noches en tren y, fuera del hecho de que se negaba a bajar del vagón ni siquiera un momento por miedo a ver partir el tren sin él, parecía disfrutar del viaje.
En Montreal parecía luchar con timidez contra las calles y prefería permanecer en el vestíbulo del pequeño hotel donde le habían reservado una habitación. Se pasaba todo el día sentado allí, mirando por la ventana.
Al regresar a sus tierras de caza, se encontró conmigo de camino al sur y me contó lo mucho que le había gustado su viaje a la gran ciudad. Por pura curiosidad, le pregunté qué era lo que más le había sorprendido durante su estancia en la civilización. ¿Fue la visión de los trenes, los vehículos de motor, los tranvías, el teléfono, las luces eléctricas o las casas de piedra?
No, ninguna de estas cosas parecía haberle impresionado lo más mínimo. Finalmente admitió que había una cosa que le había asombrado, y era toda esa gente que pasaba por la calle frente a su hotel. Todas esas personas que caminaban tan rápido y se cruzaban unas con otras sin hacerse tan siquiera una señal. Gente que nunca se paraba a hablar. Gente que parecía no conocerse. Eso, él no podía entenderlo en absoluto.


Mil años



De vez en cuando, en el lejano norte, un comerciante adopta a un niño esquimal huérfano y lo cría en la estación. Cuando el niño llega a la edad adulta, generalmente permanece en el puesto, actuando como sirviente general e intérprete. Si bien demuestran gran habilidad para diversas tareas, su nivel de inglés es invariablemente pobre. Ningún esquimal puro puede entender y hablar con fluidez otro idioma que no sea el suyo y aunque es bastante capaz de recordar cientos de palabras extranjeras, tiene una noción muy vaga de lo que estas palabras significan realmente.
Recuerdo bien a un empleado de Correos llamado «Nerón». Nadie sabía por qué tenía ese extraño nombre. Tenía unos sesenta años y se consideraba superior a cualquier otro nativo del país. Sabedor de las costumbres de los hombres blancos, tan hábil como cualquier otro esquimal para las expediciones y la caza, era un personaje muy conocido en un radio de quinientas millas.
Un verano viajaba con él por la costa oriental de la bahía de Hudson. El tiempo estaba despejado y navegábamos en una pequeña goleta a unos cientos de yardas de la costa.
Los esquimales tienen costumbre de erigir montículos de rocas en los acantilados y lugares altos para tener marcas en tierra cuando viajan en invierno, sobre todo cuando hay tormenta.
Me fijé por casualidad en una de esas construcciones, que tenía un tamaño inusual. Las rocas, que habían sido apiladas con mucho cuidado, eran enormes. Debían de haber necesitado varios hombres.
Llamé la atención de Nerón sobre el montículo y añadí que parecía muy antiguo y que me preguntaba desde cuándo estaba allí. Nerón, que nunca se quedaba sin respuesta, asintió alegremente y contestó: «Sí, mucho, mil años». Sonreí y comenté: «¿Cómo sabes que lleva allí tanto tiempo?». Nerón dudó unos segundos y luego replicó alegremente: «Sí, mil años. Lo sé. Estaba allí cuando yo era un niño. Estoy seguro, mil años».
Tras esa respuesta, lo dejé y cambié el tema de conversación.


Una broma práctica



Los indios tienen fama de ser siempre muy serios. Mi experiencia me dice lo contrario. Hablan sin cesar, se ríen con cualquier chiste y les encanta gastarse bromas entre ellos.
Una noche, en el lago Île-à-la-Crosse, habíamos acampado cerca del tipi de una familia chipewyan. Hacía un tiempo estupendo, los mosquitos habían desaparecido y no había ni una nube en el cielo.
El padre, un viejo indio de pelo largo y gris, decidió dormir al aire libre. Se enrolló con su manta en el fondo de la canoa y pronto se quedó dormido, roncando tranquilamente bajo la luna llena, millones de estrellas y el brillo de la aurora boreal en el horizonte.
En cuanto dos indios lo vieron, se acercaron sigilosamente al lago, llenaron una gran tetera de agua, volvieron sin hacer ruido y vertieron el contenido de la tetera con mucho cuidado en la canoa. Lo hicieron tres veces sin despertar al durmiente. Luego se escondieron en los arbustos y esperaron.
Al cabo de unos minutos, el anciano gruñó, se movió, se dio la vuelta de nuevo y se sentó apresuradamente. Primero palpó el fondo de la canoa con ambas manos y descubrió varios centímetros de agua que habían empapado sus mantas y ropas. Después, miró hacia el cielo. Buscó en silencio nubes y señales de lluvia. La luna seguía allí, tan brillante como siempre. También las estrellas. Salió de la canoa, se palpó de nuevo y se agachó por segunda vez para tocar el agua; luego, alejándose unos pasos, miró largo y tendido y por encima de él y se dio la vuelta para inspeccionar a fondo los cuatro puntos cardinales.
Aquello fue demasiado para los dos indios que se escondían en la maleza. Uno empezó a gruñir, el otro a gemir. En un segundo, el viejo comprendió la broma y estalló en carcajadas, golpeándose los mojados muslos con sus dos manos huesudas.
Dos horas más tarde, los tres hombres estaban acuclillados frente al fuego, bebiendo té y charlando. De vez en cuando, se oía una carcajada. Seguían disfrutando de la broma.


Un guerrero indio



Fue a finales del otoño de 1916, en el Somme, durante la guerra. El ejército canadiense, junto a uno de los cuerpos del ejército francés, había tomado una posición importante del enemigo, a dos millas de distancia. El inevitable contraataque había sido rechazado y, aunque el bombardeo seguía siendo atroz, se podía intuir que el espectáculo había terminado por ese día. Los heridos salían de las trincheras de comunicación hacia la retaguardia. Algunos cadáveres yacían amontonados en pequeños grupos.
Pasaba yo rápidamente, siguiendo un camino hundido, cuando vi en el suelo a un soldado canadiense moreno, aparentemente moribundo por sus heridas. Por casualidad estaba mirando hacia él cuando levantó la vista, me vio y, haciendo una señal con la mano, gritó claramente: «Nipi». Reconocí la palabra al instante y me detuve asombrado. El hombre era un indio cree de pura cepa. Debía de haberse alistado como voluntario en algún lugar del norte de Canadá. Había ido al extranjero, había luchado y ahora estaba muriendo solo en el barro del Somme. No parecía ser capaz de decir una sola palabra en inglés.
Me arrodillé a su lado y le puse mi botella de agua en los labios. Mientras tanto, me devanaba los sesos en busca de las pocas palabras cree que aún recordaba. Cuando terminó de beber, comencé a decirle lentamente, una por una, todas las palabras que me venían a la memoria. Dije en cree: «lago, fuego, oso, alce, tienda, hacha, canoa». No recuerdo qué más. Docenas de palabras en cree, una tras otra. Luego nombré en indio todos los lugares del norte que conocía desde el Labrador hasta el Yukón.
En cuanto el guerrero cree escuchó mis primeras palabras, me agarró las manos con las suyas y se aferró a ellas como un hombre que se está ahogando. Me miró con cara de asombro y luego su expresión cambió poco a poco. Ya estaba lejos, pero aún podía oír y entender las palabras de su lengua materna. Apareció en sus ojos moribundos una mirada que se apagaba, sus rasgos se relajaron y una sonrisa se dibujó en sus labios. Había olvidado el campo de batalla. Sus pensamientos estaban lejos, muy lejos, en algún lugar de la tierra salvaje canadiense que él y yo conocíamos.
Todo terminó en unos segundos. Abrió la boca como si quisiera decir algo y entonces su alma se dirigió al oeste, a los felices terrenos de caza de sus antepasados.


Ultima edición por Decimus el Jue Jun 30, 2022 12:07 pm; editado 1 vez
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farsalia



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MensajePublicado: Mar Jun 28, 2022 5:27 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Hola, reduce la imagen. Gracias.
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