Soy consciente de mis enormes limitaciones cuando me pongo a escribir algo, pero eso no me impide tener deseos de hacer algo original de vez en cuando, lo cual imagino que nos sucede a todos. Y hace mucho, realmente mucho tiempo que me ronda la idea de escribir una historia en la que el lector no sea alguien pasivo sino activo; un personaje más, incluso el protagonista. Hacer que la historia interactúe con el lector, que le interrogue, que le haga participar. Y cuando digo el lector me refiero exactamente a eso: a la persona real que tiene el relato en sus manos y lo lee, no a un personaje que haga de lector sino al lector mismo. El escenario idóneo para desarrollar una idea así es una historia que transcurra en el presente, puesto que esa es la ubicación temporal del lector. Un concurso como el de Hislibris, en el que el aspecto histórico ha de ser elemento fundamental, es decir, que los relatos han de desarrollarse en el pasado, no era la ocasión más idónea para llevar a cabo esa idea. Pero yo quería participar, así que tuve que buscar la manera de ser fiel a mi objetivo sin violar las normas del concurso. ¿Y cuál era mi objetivo? Pues el que he dicho: convertir al lector en protagonista del relato. Eso es francamente complicado (no me atrevo a decir que imposible) ya que si el lector soy yo, difícilmente podré interactuar con una historia que está situada en el pasado y no en mi época. La solución
ad hoc era renunciar a algo, qué remedio, y dejar para mejor ocasión el desarrollo pleno de esa idea: conformarme con crear un lector ficticio que esté “metido” él mismo en la historia y que pertenezca al pasado, al mismo pasado que está leyendo, es decir: que su realidad y su mundo coincidan con la realidad y el mundo que está leyendo, que la historia que lee le sea contemporánea. Y tratar de que el lector real se viera, dentro de lo posible, “imaginado” en ese lector ficticio. Sé, por los comentarios al relato, que esto lo he conseguido muy parcialmente, y en la mayoría de los casos (es decir: con la mayoría de los lectores) he fracasado. Pero aun previendo que ese iba a ser el resultado, decidí arriesgarme.
El modo que escogí para hacer que el lector real se viera “imaginado” como ese lector “de ficción” y se sintiera así partícipe (ya que no protagonista) de la historia, fue crear el personaje de un crítico literario: estamos en un concurso, los lectores aquí valoran y juzgan textos, luego el lector de la historia había de ser alguien que desempeñara esa labor; era el único medio, pensé yo, de que el lector auténtico entendiera que el relato le quería hablar a él, precisamente a él. No me valía, pues, cualquier lector sino uno con sentido crítico, con criterio para saber lo que le gusta y lo que no, que sepa valorar lo que lee, que vea los puntos débiles y los fuertes de lo que le están contando... En fin, un lector difícil de contentar y de engañar, agudo, puñetero, tiquismiquis, un lector como creo que lo soy yo mismo. Y como lo es, entiéndaseme, el hislibreño en general. Un lector cuya implicación en lo que lee es, en sí misma, una historia que se va gestando a medida que avanza su lectura; cuyo encuentro con un libro es una nueva aventura que incluye y envuelve la que se relata en el propio libro.
Así surgió el personaje del crítico literario, cuyo papel consistía en suplantar al lector real, ser su alter ego emitiendo juicios de valor, críticas y opiniones; en definitiva: juzgando el relato. Se creaba así en el relato un doble plano: el del relato en sí y el de la lectura que de él hace el crítico, lectura que aparece en forma de notas a pie de página. Confieso que ese doble plano fue para mí como un colchón de plumas, pues cualquier error o limitación mía, de forma o de fondo, podía ser achacada no a mi impericia sino a la del “autor mediocre” del texto que estaba leyendo el crítico. Como alguien comentó en algún momento, el crítico anticipaba las críticas del lector real, ahorrándole trabajo y jugando además a favor mío pues gracias a él hacía yo del defecto virtud y convertía lo criticable del relato en una parte de él, pues él contenía en sí mismo el diagnóstico de sus propios males. Las críticas del crítico eran, pues, un excelente recurso para “proteger” y blindar el relato de las críticas del lector real.
En realidad, podría decirse que en el relato no hay un doble sino un triple plano: las vivencias, reales o inventadas, del “escritor mediocre”, el relato que de ellas hace él mismo (o el editor de la revista) y la lectura que de dicho relato efectúa el crítico. Incluso sopesé la posibilidad de incluir en el relato lo que podría ser considerado un cuarto plano: la historia del señor xxx, que él mismo dicta al escritor y que este incluye en su diario. Dudé mucho antes de introducir este elemento porque me parecía que distraía al lector del argumento central, complicaba la trama quizá de manera innecesaria y no aportaba gran cosa al relato; pero finalmente opté por incluirlo, colocándolo antes del ecuador, en un lugar donde creo que todo relato puede permitirse una pequeña bajada de tensión pues aún queda más de la mitad del trayecto para remontar el eventual relajamiento.
Con ello tenía ya listo el armazón, la forma del relato; faltaba el contenido. Y pensé que este debía dejarse guiar precisamente por lo que me había determinado a la hora de adoptar la forma, es decir: el contenido debía consistir, sencillamente, en alguien que se dedica a escribir y otro alguien que se dedica a leerlo y valorarlo. Esto llevado al extremo podría derivar en: alguien que escribe mal y alguien que lo juzga con excesiva dureza; a ello añadí un elemento contrapuesto: el punto de vista de otro lector (el señor xxx) que aprecia al escritor y lo valora positivamente. Todo ello, además de gustarme, me pareció muy adecuado para la idiosincrasia de este concurso de Hislibris, en el que precisamente las opiniones sobre los relatos, expuestas a los ojos de todos, varían de un extremo al otro.
Quizá pueda pensarse que mi objetivo en este relato ha sido hacer un ejercicio de
metaliteratura, al intercalar en el mismo texto dos historias que se superponen: la del relato del escritor y la de la evolución del crítico mientras lo va leyendo. Pero no, no lo ha sido en absoluto. Si algo de
metaliterario hay en este relato es como accesorio, no como fin. El fin, ya lo he dicho, era escribir algo en lo que el lector se sintiera implicado de manera real. De hecho, en la práctica esa
metaliteratura me dio bastantes problemas digamos “técnicos”; me estoy refiriendo a las notas a pie de página: el Microsoft Word no permite colocar las notas más que, como su nombre indica, en el pie de la página donde está la referencia (o al final del documento, pero eso no me interesaba), y tampoco permite tener más que un tipo de signos para las mismas (o bien números que se van incrementando o bien un símbolo escogido por el usuario, que se repite idéntico en cada nota). Ello me ocasionó no pocos quebraderos de cabeza, pues yo habría querido poder poner el texto entero de cada nota en una página única (en lugar de dejar que el Word las repartiera entre dos páginas cuando el programa lo creía conveniente), y habría querido diferenciar con una simbología distinta las notas que “realmente” apuntaba el crítico en los márgenes de las cuartillas que leía (o en el reverso de la página, o en una hoja en blanco aparte, qué importa eso) de las que pretendían reflejar sus pensamientos (para las cuales no me quedó otra solución que escribirlas en cursiva como único modo de distinguirlas de las otras). En fin, dificultades técnicas que no han hecho sino entorpecer el relato en su conjunto, pero que yo mismo me he buscado.
Si hay en el relato una inspiración clara, directa y consciente de algún autor que yo haya leído, ese es José Carlos Somoza y
La caverna de las ideas. Aunque en esa novela las notas a pie de página desempeñan un papel diferente que aquí, y de hecho el argumento no tiene en absoluto nada que ver con el relato, no puedo (ni quiero) negar que la inspiración vino de allá. También hay bastante de Félix J. Palma y
El mapa del tiempo (y algo menos de
El mapa del cielo): lo que es increíble y paradójico es que haya leído esas novelas después de tener ya escrito el relato, y sin embargo las conexiones son muy claras, mucho más que con Somoza, lo cual me deja francamente perplejo. Otras evocaciones que algunos han citado son absolutamente involuntarias (Huxley,
Sunset Boulevard -la película, supongo-, Poe, Conan Doyle, Nabokov), como involuntaria es también la coincidencia con ese Mark Z. Danielewski que no sé quién es. Si él, o quien fuera, inventó el recurso de las notas a pie de página como recurso literario, lo ignoro también; por mi parte nunca se me ha pasado por la imaginación ser el “inventor” ni el “descubridor” de nada en ningún terreno y menos en esto de escribir. Solo he pretendido hacer una historia original, con diferentes “planos de realidad”, por decirlo así, y jugar a saltar de uno a otro. Eso hace que la historia transcurra entre paradojas, casualidades y causalidades que provocan incertezas en los personajes, todo lo cual espero haya beneficiado al conjunto. Así, por ejemplo el hecho de que el narrador y protagonista sea un personaje que en realidad ya está muerto antes de empezar (y que sea precisamente su muerte lo que motiva la narración); o hacer que el crítico desee la salvación de alguien que en realidad ya ha muerto y además ha muerto por su culpa; que el crítico crea casual la llegada del libro de H. G. Wells a sus manos, como que también crea casual el hallazgo de las cuartillas en el Támesis (aunque ambos hechos son totalmente premeditados); por su parte, el “escritor mediocre” cree casual su encuentro con el señor xxx en los suburbios de Londres (mientras que el crítico duda de esa casualidad) pero no cree fruto del azar la aparición de la revista
Pearson’s Magazine en la casa (y el crítico en cambio sí); la incerteza del crítico respecto a la veracidad de lo que está leyendo (¿es ficción o es real?), su posterior convencimiento de que es real y su sorpresa final cuando se le revela que todo ha sido una invención motivada por una realidad aún más cruel que la que él suponía... Lo cual, esta última paradoja, me lleva a la cita extraída de la
Poética de Aristóteles que quizá sea la que empuja definitivamente al auténtico autor del texto, el director de la revista, a escribir la historia, y que incluso habría podido servir de título al relato si no fuera porque es algo antiestética:
es preferible lo falso pero verosímil antes que lo cierto inverosímil. Dicha cita subyace (o esa era mi intención) tras cada frase, tras cada párrafo del relato. En dicha cita se apoyó el crítico para desacreditar la novela del escritor y esa es, a la postre, la causa de su suicidio, y por ello el director la recoge y hace que se vuelva contra él: tras la lectura de las cuartillas, ¿en qué prefiere creer el crítico, en la ficción que acaba de leer o en la cruda realidad de ser culpable indirecto del suicidio de aquel pobre escritor?
He de decir que me gusta dar una pizca de “aroma pseudofilosófico” a las cosas que de vez en cuando escribo, y en este caso no podía ser menos. Por ello aparecen citados por el texto Kant, Aristóteles y algún otro. Pero yo quería que no solo en el texto sino también en el título hubiera algo de ese “aroma”. Tiene Friedrich Nietzsche unos escritos que se publicaron póstumamente bajo el título de
La voluntad de poder, en los cuales el filósofo expone diversos conceptos filosóficos como el de “superhombre” o el propio de “voluntad de poder”. Me pareció ese un título muy adecuado para el relato, aunque no pensé en ello hasta que no puse el punto y final a la historia. Y me pareció adecuado porque en ella, en la historia, y espero que esto no suene a vanidad porque no hay ni un ápice de ella en lo que digo, creo que se pueden llegar a intuir ciertas pinceladas que quizá (solo quizá) dieran que pensar en aquello de lo que Nietzsche habló en esos escritos. Además, los textos recogidos en
La voluntad de poder probablemente los escribió Nietzsche por los mismos años en los que fue escrita la novela ficticia
La voluntad de poder del relato, lo cual, siendo una pura coincidencia, acabó por decidirme. Las ideas de Nietzsche fueron malinterpretadas (a conciencia seguramente) por el nazismo y convertidas en ideología de violencia, y me pareció sugerente usar ese título para un relato en el que un loco asesino veía inspiración para sus crímenes en una novela llamada
La voluntad de poder, la cual trataba de la violencia usada para hacer el bien (lo que por otra parte podría entenderse como una incomprensión de los términos, una contradicción en ellos mismos).
Y ya acabo. Solo quiero añadir que durante la escritura de este relato a modo de inspiración escuché obsesiva y recurrentemente
esta música (siempre he pensado que música y literatura son dos artes hermanas) porque su ritmo
in crescendo y su tono de incertidumbre (¿incertidumbre en una melodía? En mi opinión sí) cuadraban a la perfección con la "música interna" que yo buscaba para el relato. Y, pese a lo que pueda parecer después de estas parrafadas, y agradeciendo muchísimo los elogios (los leves, los mesurados y los absolutamente desproporcionados) que algunos foreros han hecho del relato, quiero recalcar, desde la más absoluta y sincera modestia, la evidente perogrullada de que este no es ni remotamente un relato genial, ni una obra maestra (si este relato lo es, apaga y vámonos), ni es elitista, ni nada por el estilo; es, ni más ni menos, y al igual que todos los que se han presentado a concurso, un relato hecho con mucho esfuerzo e ilusión, y con dos objetivos básicos: buscar el disfrute de quien lo ha escrito y el de quien lo quiera leer. En este relato no hay ni un gramo de genialidad ni de maestría, pero sí muchas dosis de trabajo, esfuerzo e ilusión. Y en esto último seguramente todos los relatos están igualados, de modo que en cierto modo es injusto que el premio se lo lleve uno solo.