INGENIEROS DEL ALMA – Frank Westerman

9788478449309Una historia ética de la literatura mundial tendría en Rusia mucho, muchísimo paño que cortar. En efecto, pocas tradiciones literarias exhiben un talante ético tan evidente como la rusa, especialmente su era dorada, la de los grandes maestros: piénsese por de pronto en nombres como Dostoievski, Tolstói, Gógol, Turguéniev, Chéjov, pilares todos de la narrativa universal, invariablemente impulsados por un vívido interés en cuestiones morales. No es que resulten irreprochables, los autores y sus respectivas obras –no son unos santones, aunque alguno de ellos lo pretendiese-, pero sí es cierto que la inspiración ética tiene en la literatura rusa clásica una de sus cotas más elevadas. Ahora bien, un historiador ético de la literatura encontraría en la misma tradición nacional una zona oscurísima, una sima lóbrega y de muy escabrosa constitución. El siglo XX, el mismo que deparó al mundo obras de intachable catadura moral como Archipiélago Gulag, Relatos de Kolymá y Vida y destino, es también el siglo de obras como Lucharon por la patria, de Mijaíl Shólojov (1942), una de las más repulsivas expresiones de servilismo literario en honor de un dictador. Es el siglo de Belomor (El canal del Mar Blanco, 1934), libro en que, en palabras de Sozhenitzyn, “por primera vez en la historia de la literatura rusa se ensalzaba el trabajo de esclavos”; se trata de una publicación colectiva dirigida por Máximo Gorki en que treinta y seis escritores soviéticos hacen la apología de la construcción del canal del Mar Blanco, una obra faraónica llevada a cabo en condiciones incruentas y que se cobró muchas vidas entre las decenas de miles de trabajadores explotados por el régimen, prisioneros del Gulag. Es el siglo, en fin, del denominado “realismo socialista”, cuyo sumo pontífice fue precisamente Gorki: una corriente literaria nacida de las urgencias propagandísticas del régimen bolchevique e impuesta como camisa de fuerza ideológica a los escritores de la URSS. No era sólo que los temas y los recursos estilísticos debían subordinarse al canon realista-socialista, sino que el contenido debía siempre prevalecer sobre la forma y que el nivel de complejidad de la literatura debía ser mínimo, coartando como pocas veces se ha hecho la libertad creativa en el ámbito de las letras. El mismísimo Stalin fijó el estándar supremo del realismo socialista: los escritores debían emular a los ingenieros y técnicos que proveían a la industrialización de la Unión Soviética, debían velar por la sovietización de la población. Debían ser, en palabras del tirano, los “ingenieros del alma”. 

Una de las vertientes más significativas del realismo socialista soviético es la “literatura industrial”, cuyo origen obedecía a la exhortación lanzada por Gorki de que los escritores –pero también los artistas en general, los “liriki”- debían documentar la construcción del país, complementando la labor de ingenieros y técnicos de diversas especialidades (“fisiki”) que se aplicaban a la tarea de modelar la realidad material de la URSS. Entre los más importantes autores de obras industriales estuvo Konstantin Paustovski (1892-1968), un multifacético escritor moscovita que adquirió notoriedad merced a su libro La bahía de Kara Bogaz (1932), cuyo tema es la construcción de un complejo industrial destinado a la producción de sal en la costa oriental del Mar Caspio (una región árida ubicada en el actual Turkmenistán). Paustovski y la industrialización de la referida zona son los temas que sirven de hilo conductor en Ingenieros del alma, obra del holandés Frank Westerman publicada originalmente en 2002. Westerman (n. 1964) es ingeniero agrónomo de formación, carrera desde cuyo ejercicio derivó al periodismo y la escritura. Se desempeñaba como corresponsal en la Rusia postsoviética cuando leyó La bahía de Kara Bogaz, experiencia que, aunada a su afinidad profesional con la lucha contra los desiertos y a su interés por la historia soviética, lo motivó a rastrear las huellas tanto de la trayectoria vital y literaria de Paustovski como del asunto del mentado libro. Para ello recurrió a una serie de fuentes, incluyendo entrevistas con familiares del escritor, con promotores de su legado literario (existe un Instituto Paustovski en Moscú) y con individuos vinculados al área de la industrialización en la era soviética (entre otros, una historiadora de la química y un ictiólogo informado de los desastres ecológicos provocados por la planificación soviética en Asia Central). Además, Westerman hizo la ruta a Kara Bogaz Kol, en pos de las ruinas de la factoría de sal celebrada por el escritor ruso. También visitó las islas Solovetski, en el Mar Blanco, cuyo antiguo campo de concentración de Solovkí –sito en lo que fuera un monasterio- es hoy un museo abierto que recuerda las atrocidades del régimen bolchevique: el campo fue un «vertedero de seres humanos» (Westerman dixit), una de las primeras y más crueles estaciones del Gulag; Gorki lo visitó cuando operaba como tal, llevándose la ingenua impresión de que se trataba de un centro de rehabilitación social. Bien pronto descubre el lector que Ingenieros del alma, la obra en que el holandés plasma su doble indagación, tiene como telón de fondo el tema de la literatura rusa bajo la férula del estalinismo.

Paustovski, Máximo Gorki, Andréi Platónov y Boris Pilniak son los protagonistas de la peculiar inmersión de Westerman en la era del realismo socialista. Cada uno de ellos representa una variedad de aristas de lo que supuso esta verdadera prisión del espíritu creativo de la literatura rusa, cuyos barrotes eran forjados por la más férrea de las censuras y que implicó una vergonzosa claudicación moral por buena parte de los escritores soviéticos. (Téngase presente la fórmula de Shólojov, rotunda expresión de servidumbre voluntaria: “Cada uno de nosotros escribe lo que le dicta el corazón. Pero nuestros corazones pertenecen al Partido”.) Gorki (1868-1936) fue entre los literatos el mayor responsable de haber dado forma y sustento ideológico al realismo socialista. Encumbrado a la categoría de suprema autoridad de la literatura soviética, tras superar sus reticencias para con el nuevo régimen, hizo cuanto estuvo en su mano por supeditar la literatura a una función propagandística, reduciéndola al papel de lacayo de la ideología y el régimen imperantes. Paustovski, cuyo temperamento lo inclinaba a una literatura de estro romántico, vendió su alma al bolchevismo y cultivó el subgénero industrial, el que cantaba las alabanzas de las obras de ingeniería hidráulica y la industrialización de la URSS. Nunca se sintió incómodo con los principios del régimen, que recompensó su complacencia con toda clase de mimos. (Al final de su vida tuvo la decencia de defender públicamente a escritores perseguidos como Solzhenitzyn, Yuli Daniel y Konstantin Siniavski; por entonces su prestigio como escritor oficial lo hacía prácticamente invulnerable a las represalias.)

Platónov y Pilniak, en cambio, personifican la otra cara de la moneda. Platónov (1899-1951) era ingeniero electrotécnico, su ejercicio de la profesión lo puso en contacto directo con la planificación y con la industrialización a marchas forzadas del país. Tempranamente se entregó a su vocación literaria, escribiendo relatos y novelas de tenor satírico en que la censura halló fuertes indicios de disconformidad política. Hizo su propia y singular contribución a la literatura industrial: Las esclusas de Epifanio (1927), narración ambientada en la época de Pedro I, descrita por Westerman como «la historia de un proyecto hidráuli­co demencial que concluye con una decapitación en el Kremlin». Con cierta tardanza, la obra fue puesta en la picota por la crítica, y no por motivos literarios: desde 1929 Platónov devino un paria de las letras. Nunca vio publicada la mejor parte de su trabajo; la que se considera su opera magna, la novela distópica Chevengur, sólo vio la luz en la URSS en 1988. Platónov fue una de las numerosas víctimas del Gran Terror, dando con sus huesos por largo tiempo en un campo de concentración, en el que contrajo la tuberculosis que terminó segando su vida. Por otro lado, la maquinaria asesina se cebó sin dilaciones en Boris Pilniak (1894-1938), quien fue ejecutado tras un brevísimo proceso en lo más álgido del período del Terror. Su novela Un año desnudo (1922), en torno al año de la revolución, lo había puesto en la mira del régimen. Caído definitivamente en desgracia al mismo tiempo que su amigo y colaborador Platónov, trató de reivindicarse ante las autoridades con una obra de asunto industrial: El Volga desemboca en el Caspio (1930), con las proezas de la ingeniería hidráulica como piedra angular de la narración. (Desvío de ríos, construcción de canales, construcción de presas, electrificación: estos temas fueron cruciales en la literatura industrial.) Sus tratos con André Gide cuando éste efectuó su célebre viaje a la URSS fueron la perdición de Pilniak.

Ingenieros del alma es un libro que cruza fronteras de género y desafía las clasificaciones. Reúne lo mejor de la ensayística y del periodismo investigativo, haciendo alarde de una destreza expositiva que por su amenidad, intensidad y lucidez recuerda la magnífica obra de Ryszard Kapuściński, incluyendo lo que tiene de literatura viajera. Cada uno de los hilos que componen su madeja –ya está dicho: la vida y obra de Konstantin Paustovski, los traspiés de la planificación industrial soviética y las penurias de la literatura rusa en tiempos del estalinismo-, cada uno de estos motivos es en sí mismo un filón en el conocimiento de una de las épocas más sórdidas en la historia de la humanidad.

– Frank Westerman, Ingenieros del alma. Siruela, Madrid, 2005. 318 pp. También en Debolsillo, 2009.

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10 comentarios en “INGENIEROS DEL ALMA – Frank Westerman

  1. Derfel dice:

    Interesante.

    El impacto de la dictadura soviética sobre una narrativa tan destacada como la rusa fue un drama. Un drama muy menor, teniendo en cuenta otros muchos que acarreó, pero un drama al fin y al cabo.

    La literatura de compromiso suele envejecer fatal, y en algunos casos, peor que otros. Incluso al propio Tolstoi, cuando le dio por el fanatismo religioso combativo (otro tipo de compromiso), se echó a perder, que es lo que pasa cuando sometes la novela a una idea, en detrimento de los personajes y el conflicto.

    Excelente reseña, como siempre.

  2. ARIODANTE dice:

    Como siempre, Rodrigo, tus reseñas son radiografías de los libros que analizas. No es el de este libro un tema que me apasione, ya sabes,…pero he de reconocer que lo bordas.
    Hola, Derfel, ¡cuánto tiempo sin leerte por estos lares…!

  3. ARIODANTE dice:

    Efectivamente, Derfel, la literatura de compromiso envejece fatal, como las pelis de los años setenta…pero afortunadamente ( ya que citas a mi amado Tolstoi) el gran escritor ruso no siempre le dio por panfletos libertario-religiosos. Antes nos dejó Anna Karenina , Guerra y Paz, sus jugosismos diarios y múltiples relatos maravillosos.

  4. Rodrigo dice:

    “Incluso al propio Tolstoi, cuando le dio por el fanatismo religioso combativo (otro tipo de compromiso), se echó a perder, que es lo que pasa cuando sometes la novela a una idea, en detrimento de los personajes y el conflicto.”

    Seguro piensas en Resurrección: la última novela larga de Tostói, arruinada precisamente por ese afán de sermonear que la inspira. Lo que se dice un panfleto religioso.

    Afortunadamente, Ario.

    Mil gracias a ambos.

    Aprovecho de felicitarte, Nuru, por la cabecera de ayer. Esa pluma con una bayoneta adosada: apropiadísimo detalle. Enhorabuena.

  5. Derfel dice:

    Ni más ni menos, una grandísima pena…

    Saludos, Ario, ya sabes que yo soy como el Guadiana…

  6. Nuruialwen dice:

    Mil gracias, Rodrigo, aunque el mérito de ese detalle es de la persona que diseñó la portada de una de las ediciones en inglés: me pareció, como a ti, un recurso gráfico muy bueno y adecuado, y decidí incorporar ese fragmento a la composición que estaba preparando para nuestra cabecera. Me alegro de que te pareciera buena idea ;)

  7. ARIODANTE dice:

    Como el Guadiana, Derfel! Buen símil! Pero déjate leer mas, hombre!

  8. hahael dice:

    ¡Qué buena reseña, Rodrigo! Tengo el libro en casa para leerlo, pero quiero esperarme hasta las vacaciones (tengo todavía otras lecturas pendientes). Por cierto, ahora que leo la cita sobre ‘Resurección’, tienes razón, es una novela larga. La confundí con la muerte de Iván Ilitch.
    Tomo nota del libro de Platonov ‘Chevengur’, no lo conocía. De momento solo tengo leía ‘La excavación’.

  9. Rodrigo dice:

    Gracias, Hahael.

    Chevengur fue publicada por Cátedra, en la colección Letras Universales (aquella de tamaño bolsillo y cubiertas blancas). Creo que es la única edición en castellano, yo no he logrado pillarla… Pero sí leí hace poco el volumen de relatos La patria de la electricidad, con nota de presentación de Vitali Shentalinski (Galaxia Gutenberg, 1999). Como asomo a la obra de Platónov no está mal.

  10. hahael dice:

    Cátedra, sí. Hay ejemplares en varias bibliotecas. También he encontrado una edición en catalán, traducida del ruso por Miquel Cabal Guarro. A ver si tengo un rato y me pongo.

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