TROYA Y HOMERO – Joachim Latacz
“La antigua incertidumbre decrece y la solución parece estar más próxima que nunca. No sería asombroso que, en el próximo futuro, el resultado fuera: hay que tomar en serio a Homero”.
¿Por qué hay que complicarse la vida? Este libro se titula Troya y Homero porque trata exactamente sobre Troya y sobre Homero. Por ese orden, además. Sólo el título ya inspira confianza: claridad, concisión y corrección, el abecé del (buen) periodismo, que parece ser el deéefe de Joachim Latacz en este ensayo.
El único pero (y lo pongo ya en evidencia para sacármelo de encima cuanto antes) es en realidad un pero con pero. Porque es un pero consustancial a la propia naturaleza del libro, y si nos decidimos a leer un texto así ya contamos con ese pero. ¿Pero qué pero? Nada especial, en el fondo: que se trata de una obra que plantea un estado de la cuestión sobre algo, un “en qué punto estamos actualmente” sobre un tema en particular. Sobre el tema de Troya y de Homero, en particular. ¿Y qué problema hay en este tipo de obras? Pues es evidente: que dentro de unos años (de hecho el libro fue escrito en el 2001, ha pasado ya un lustro y pico) el estado de la cuestión probablemente será otro, y este libro habrá perdido buena parte de su gracia y encanto. Pero (y este es el pero al pero) el caso es que libros de este tipo son necesarios, incluso muy necesarios, tanto para especialistas como para simples mortales interesados en el tema, ya que permiten una puesta al día sobre el mismo. Consiguientemente, sus lectores nunca quedarán marginados cuando en cualquier conversación típica de bar, entre tapa y tapa, algún obrero de la construcción jubilado diserte sobre el hallazgo, en las excavaciones realizadas por el alemán Manfred Korfmann en la colina de Hissarlik, de un sello con inscripciones en idioma luvita y su trascendencia para establecer tal idioma como el propio de los habitantes de la antigua Troya; en tal situación un lector de Troya y Homero replicaría orgulloso: “bah, eso fue en 1995; desde entonces ha llovido mucho”. Y obtendría fácilmente una invitación a bebida y tapeo a cambio de esa información meteorológica. Claro que, de aquí a diez años, quizá fuera él quien tendría que invitar a otro; la vida es así de cruel, pero así de justa.
Salvado el obstáculo, que no era tal, vayamos al asunto. Joachim Latacz es un especialista en Troya y en Homero (así cualquiera escribe un libro titulado Troya y Homero, claro), ha estado en las excavaciones que se han llevado a cabo en los últimos años en la Tróade dirigidas por el alemán Manfred Korfmann (quien por cierto falleció en 2005 a los 63 años), y por tanto no escribe de oídas sino que su información es de primera mano. Bueno es saberlo. Su libro, como se ha dicho, pone al lector al corriente de los últimos descubrimientos arqueológicos y de las últimas interpretaciones basadas en ellos que intentan dar respuesta a diversas preguntas que pululan por el universo troyano: ¿es la Troya arqueológica la misma ciudad que aparece en la Ilíada?, ¿cómo fue realmente esa ciudad?, ¿de qué forma pudo conocer Homero la existencia de Troya y su caída cuatrocientos años después de ella?, ¿hasta qué punto nos sirve el poeta como fuente de información sobre la Troya histórica?, y la pregunta más importante de todas y que a todos nos preocupa y nos tiene en ayunas día tras día: ¿existió realmente una “guerra de Troya”? Sobre este particular los especialistas se enfrentan con encono, aunque Latacz defiende su posición con tal pericia que el ignorante lector, quien probablemente no habrá pisado Hissarlik en su vida y con suerte habrá leído algún que otro libro sobre el tema, ha de rendirse a sus argumentos. ¿Y cuál es su posición? Pues que, si bien aún no se sabe nada definitivo, y admitiendo tantas reservas como se quiera, todo indica que guerra de Troya, haberla húbola, y que la Ilíada puede ser considerada con ciertas garantías un texto fuente, aunque de importancia secundaria. Así, si en la barra de un bar un lector de Latacz oyera decir a algún lampista en su hora del almuerzo que “el insigne helenista M.I. Finley ya afirmó que lo único que permite defender, de manera absurda, claro, la existencia de una guerra de Troya son unas puntas de flecha de bronce y un casco de dientes de jabalí”, en esa tesitura dicho lector tendría asegurada una ronda gratis con sólo decir “bah, eso fue en 1974; desde entonces ha llovido mucho”.
El libro tiene dos partes, una dedicada a Troya y la otra a Homero, lo cual es una prueba más de lo acertado del título. Sostiene Latacz el postulado de que tratar de descifrar Troya con la Ilíada en la mano o de interpretar la Ilíada con la arqueología por montera, no es recomendable. El pobre Heinrich Schliemann se revolvería en su tumba si se enterara, más de lo que ya se revolvía estando vivo. De modo que las dos partes de que consta el libro son algo así como compartimentos estancos. El primero de ellos está dedicado a las investigaciones llevadas a cabo en torno a los hallazgos encontrados en las excavaciones de la antigua Troya, y a la interpretación de las escasas fuentes escritas micénicas (tablillas de lineal B), hititas y egipcias que se conservan de esa época; todo ello va convergiendo poco a poco en una única pregunta: ¿es histórico el escenario sobre el que se construyó la supuesta guerra de Troya? El segundo apartado consiste en un análisis en torno a la Ilíada con la intención de dilucidar si es posible establecer un trasfondo histórico del poema, es decir, si es posible responder a esa pregunta de preguntas que nos hace ayunar a causa de los nervios: ¿existió realmente una guerra de Troya? Y como pregunta secundaria: ¿cómo pudo llegar a Homero información sobre una época que le precedió en cuatro siglos? Tanto una parte del libro como la otra tienen la virtud de no dar nada por sabido, de modo que ni la persona más ignorante en temas troyanos ni tampoco la más puesta tendrían excusa para rehusar su lectura: la una porque el libro empieza de cero, y la otra porque acaba con las últimas noticias al respecto de Troya (bueno, seamos correctos: las últimas hasta el año 2001). De modo que, si en la barra de un bar, entre trago y tapa, alguna empleada del hogar en paro comenta que “desde que J.V. Luce escribiera su Homero y la Edad Heroica, no se ha vuelto a publicar nada decente sobre la Grecia micénica que no esté dirigido a un público especializado”, un lector de Latacz podrá sin reparos coger un taburete, sentarse a su lado, pedir una ración de calamares y decir “bah, eso fue en 1974; desde entonces ha llovido mucho. Invita usted, ¿verdad?”.
Porque si alguna virtud tiene este libro, como ya he dicho (¿o no lo he dicho?), es la de hacer suyo el lema de la “triple S”: sencillo, sobrio y sincero (¿o era la “triple C”? Bueno, tanto monta). El contenido se puede entender como un extenso razonamiento en el que se presentan una serie de datos en su mayoría arqueológicos, y deducciones y conclusiones basadas en ellos. Y esas deducciones y conclusiones a su vez están apoyadas en otras deducciones que se basan en otros datos; de modo que el conjunto se presenta como un todo en el que cada pieza encaja y no falta ni sobra ninguna (ninguna que haya sido excavada, por supuesto). Salvando las abismales distancias de estilo, forma, contenido e intención, este libro recuerda (vagamente, lo admito) al Tractatus Logico-Philosophicus del filósofo Ludwig Wittgenstein; sí, ese tratado que se compone de proposiciones numeradas que se siguen lógicamente unas de otras, que empieza con «1. El mundo es todo lo que es el caso» y acaba con la conclusión «7. De lo que no se puede hablar hay que callar» (qué gran verdad, por cierto, aunque la haya dicho un filósofo). Quizá a priori no parezca especialmente sencillo o especialmente claro un libro que consiste en razonamientos encadenados, pero lo extraordinario es que sí lo es. El autor, consciente sin duda de este resquemor por parte del eventual lector, ha sembrado el texto de enumeraciones, esquemas conceptuales y recapitulaciones del tipo “hasta ahora llevamos demostrado esto y aquello y lo de más allá, y ahora intentaremos responder a la pregunta tal”, así que aun suponiendo que el lector desfallezca o se pierda en algún momento, los continuos avituallamientos le proporcionan ánimos para seguir adelante en el recorrido, que por lo demás no es empinado en absoluto. Es más: da gusto leer un libro en el que se percibe ese empeño por parte del autor en no hacer afirmaciones gratuitas y en querer demostrar todo lo que le sirve de apoyo argumentativo. El afán de Latacz por precisar las cosas y por dejar claras las conclusiones a las que llega es tal que un simple vistazo al índice del libro basta para ponernos al corriente de todo, pues los títulos de los capítulos son precisamente las preguntas que pretende contestar y las conclusiones a las que llega. Así que, si en la barra de un bar algún político tránsfuga con la corbata apretándole el gaznate farfulla con la boca llena que para estar al día de los hallazgos arqueológicos realizados en la colina de Hissarlik y de las implicaciones históricas que de ellos se puedan derivar hay que manejar una bibliografía en la mayoría de los casos inaccesible y acudir a las revistas especializadas que se publican sobre todo en idioma inglés y alemán, ante tal individuo un lector de Latacz podría pedir, a cuenta del bocazas, una ronda de Dom Perignon para toda la barra mientras dijera “bah, eso era en el siglo pasado”, y toda la barra repetiría a coro: “¡desde entonces ha llovido mucho!”.
La verdad es que Latacz tiene más de filólogo que de arqueólogo. Será por eso que en el libro nos brinda unas nociones, muy básicas para no asustar demasiado, de escritura micénica y de poesía épica oral, es decir: de lineal B y de hexámetros homéricos. De manera muy somera pero con meridiana claridad, Latacz nos introduce en el desciframiento de la escritura de las tablillas de arcilla encontradas en los palacios micénicos, y en la composición y métrica de los versos hexámetros. ¿Pretensión de llenar páginas, deformación profesional, deseo de lucimiento? No hay que ser malpensados: ambas explicaciones vienen al caso y tienen una razón de ser. Cierto que no es la primera vez que temas de este tipo, que parecen destinados a mentes excelsas y especializadas, se pretenden explicar a los profanos, pero quizá nunca han venido más a cuento que aquí. Y aunque no hubieran venido, son muy de agradecer. En cambio, el autor declina abordar otros asuntos precisamente porque no vienen al caso. Por ejemplo, el conocido asunto de la “cuestión homérica”: el misterio sobre la autoría única o múltiple de la Ilíada, de la Odisea, de ambos poemas, y hasta de otras composiciones épicas que andan por ahí (sobre este tema se sigue publicando material: recientemente se ha traducido al castellano el Homero de Pierre Carlier, escrito en 1999). O el asunto de analizar el mundo micénico a partir del reflejo que de ella hace Homero: relaciones sociales, armamento, cosas de esas (sobre este particular creo que vale la pena citar Sobre la Odisea. Visiones desde el mito y la arqueología, de Ricardo Olmos y Paloma Cabrera; conste que un servidor aún no ha leído ni éste ni el libro de Carlier pero está en ello, está en ello). En estos y en otros asuntos, Latacz escarba la pared e indica que se puede mirar por el agujerito, pero no va más allá porque su libro no va de eso, aunque la verdad es que habría sido estupendo que sí hubiera ido.
Libro actual, trabajado, ameno, claro y zincero (perdón: es que si no, no me salía el acrónimo), arriesgado en sus interpretaciones y que no niega la existencia de una creencia contraria a la suya en el mundillo de los estudios troyanos (la defendida por el ya clásico y recurrente Finley y que es profesada en la actualidad, por ejemplo, por Dieter Hertel, con quien el propio Manfred Korfmann tuvo un agrio enfrentamiento en un congreso celebrado en 2001 en la Universidad de Tubinga -llegaron a las manos– y cuyo libro Troya puede leerse en castellano gracias a la editorial Acento– ), creencia que Latacz califica de absurda, claro. Otros autores, como Michael Siebler (La guerra de Troya. Mito y realidad, editorial Ariel, 2001) o el español (citemos algún paisano de vez en cuando, hombre) Fernando Quesada (La Ilíada. Epopeya de una guerra imposible, en La aventura de la Historia nº 60, octubre de 2003) mantienen un escepticismo más cercano al «seguramente sí que hubo guerra» que al «ni hablar, no y no». Y, ciertamente, todo apunta a que ese será el caballo ganador, gracias a trabajos arqueológicos como los de Korfmann y a obras como la de Latacz.
Y aunque de aquí a unos años tengamos que ponernos al día con otro libro que exponga los nuevos hallazgos y las nuevas tendencias del momento, la obra de Latacz seguirá teniendo la virtud (otra más) de ser fácil e incluso necesariamente consultable, al hacerse en ella un rápido vistazo a los devenires interpretativos de los arqueólogos y especialistas desde los tiempos de Schliemann. Así que, si en la barra de un bar algún emigrante pakistaní sin papeles recién llegado al país con la intención de progresar económicamente, entre mordisco de bocata y sorbo de refresco de cola sentenciara que de toda la bibliografía consultable actualmente en castellano sobre las excavaciones de Manfred Korfmann y patrocinadas por la Universidad de Tubinga no existe ni un solo libro que merezca la pena destacar o recomendar y que pueda interesar a neófitos y a menos neófitos, ante tal sugerente situación un lector de Latacz se lanzaría diligente a bajar la persiana del establecimiento, se encaramaría con ceremoniosa apostura a la barra jaleado por todos los comensales y bebensales del local, y mientras bailara pausadamente al compás de El lago de los cisnes, diría: “bah, eso era en los tiempos de la edad oscura”; y la corte celestial de querubines y serafines, al son de liras melodiosas y armónicos flautines, luciendo una sonrisa inane en cada uno de sus rostros bajaría de la bóveda celeste, se colaría por los agujerillos de la persiana, revolotearía sobre las cabezas de los presentes, se colocaría en torno al pasmado bebedor de cola, y entonaría al unísono con voces atipladas y polícromas: “¡desde entonces ha llovido mucho!”.
Dada la frivolidad intrínseca y extrínseca de esta reseña, considero forzoso salvar el honor haciendo dos referencias creo que bastante dignas:
– Un artículo de un tal Ricardo Vigueras publicado en la Revista de las fronteras, de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (México) en noviembre de 2007, y que resulta interesante por el magnífico resumen que hace del libro: Joachim Latacz: hay que tomar en serio a Homero.
– Un artículo del fallecido Manfred Korfmann publicado en junio de 2004, un año antes de su muerte, en Archaeological, revista del Archaeological Institute of America: Was there a Trojan War? (en inglés, me temo).
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